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FÚTBOL | El día que España tocó el cielo
Columna
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Tanta sed

David Trueba

Estaba tan seguro de que ganaríamos la final del Mundial que a todos los amigos que llegaban a casa les advertía del peligro del ventilador del techo. Cuando lo celebremos, no se os ocurra levantar demasiado los brazos, les decía. Hacía calor aquella tarde de julio y el ventilador del techo era un peligro necesario.

Estábamos tan seguros de que ganaríamos esa final del Mundial... La razón principal es que habíamos empezado a ganarlo mucho tiempo antes. Exactamente el día en que Luis Aragonés se enfadó con Menotti porque éste soltó una verdad retórica: La selección española algún día tendrá que decidir si es toro o torero. Aragonés es el cuñado atrabiliario del fútbol español. Semanas antes de la Eurocopa fui a un programa de televisión y los chistes contra Luis Aragonés eran coreados por todo el público. Me sentí en la obligación de defenderlo. A Luis lo afeaban por su ausencia de glamour, su chandalidad, pero encuéntreme ahí fuera un futbolista que hable mal de Luis.

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Aragonés cambió la decoración del equipo nacional. Bajó la adrenalina y entregó los galones a Xavi Hernández, para que la pelota volara bajo. La Eurocopa de Austria y Suiza se empezó a ganar el día en que tras los dos primeros partidos Iniesta fue criticado, pero el seleccionador no lo movió del equipo. Rompía así la tradición de que cualquier tropiezo lo había de pagar algún jugador que se sacrificaba para ser devorado por la hinchada sedienta de culpables. Por una vez los locutores más aferrados a su verdad absoluta se limitaban a leer las alineaciones y no a dictarlas.

El Mundial también se empezó a ganar cuando Del Bosque mantuvo a Busquets tras las iniciales reticencias y a Casillas pese a la oleada de chafardeo sobre su falta de concentración. Pero se empezó a ganar definitivamente cuando se perdió contra Suiza. A ningún ganador de Mundial le había sucedido perder en su debut. Por fortuna los jugadores entendieron que ese día se perdió el partido, pero no el discurso.

El resto es recuerdo. Como todo recuerdo, parcial y ennoblecido por el resultado final. Tuvimos la gota necesaria de suerte, en ese partido que ganamos llorando a Paraguay. Y la gota imprescindible de épica contra Alemania, con ese gol de Puyol que el mejor cronista antideportivo de nuestro país describió en su llegada desde atrás "como el tebano Pelópidas en Leuctra contra los espartanos".

Pero el día de la final con Holanda fuimos definitivamente torero. El toro holandés embestía tan arriba que muchos creyeron que el tobillo formaba parte del pecho. Les faltó pegar patadas a los postes, pero teníamos un equipo capaz de seguir jugando a su juego, pese a jugar mal. A España le costó jugar bien, como si sobrara una pieza que se duplicara, impidiendo que el equipo volara, pero al menos raseaba con coherencia. Y en el desierto del fútbol actual basta esa dosis de criterio para que un jugador presentable parezca mejor que Messi.

El gol de Iniesta trajo el espectro de los ausentes con aquella camiseta interior pintada a rotulador con el nombre del compañero muerto. Porque no hay triunfo sin dolor, mi amigo, entre saltos de alegría, le pegó un puñetazo a las aspas del ventilador. Era el definitivo acto quijotesco. Por suerte es de Bilbao y aguantó antes de acabar la celebración en urgencias, recordándole a nuestros hijos que ganar tanto no era normal. Que nosotros a su edad nos cebábamos con un jugador tan fino como Cardeñosa y que pasamos años rogándole al psicoanalista que nos borrara Naranjito del córtex. Venga ya, nos decían los niños. Nuestros padres lo tuvieron más fácil: ya verás cómo al final perdemos, y perdíamos.

El triunfo nos obliga a reiniciar el disco duro, a mudar de piel, a cambiar a Manolo el del Bombo por Shakira. Salvo a los que somos del Atlético, equipo que en su crisis existencial no aportó ningún jugador a esa selección, pero es que a nosotros no nos cambia ni que Giselle Bundchen nos pida en matrimonio. Estábamos tan desentrenados en eso de ganar que hasta nuestros cánticos se limitaban a los arrítmicos y zoquetes Oé, oé, oé y A la bim, a la bam. Ese día tendríamos que haber empezado a pensar en serio cómo escribir nueva letra para la nueva música. Pero ya estábamos muy ocupados buscando asiento en el autobús de los borrachos, en la cogorza institucionalizada de las calles de la capital. Pero ¿a quién le importaba la resaca, con la sed que habíamos pasado?

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