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Reportaje:LA GRAN CRISIS

Año cuarto de la gran depresión

ETA dejó de ser definitivamente la preocupación prioritaria de unos ciudadanos aterrados ahora por el crecimiento inexorable del paro hasta la insufrible cifra de cinco millones

Ni siquiera el final largamente esperado del terrorismo de ETA ha conseguido redimir el estigma que marca 2011 como el año cuarto de la gran depresión. Un término aplicable a la economía, pero también al estado de ánimo colectivo de los españoles. El retroceso de la renta per cápita a niveles de 2002, sumado al pavoroso dato del paro juvenil (46%), ha consolidado la convicción de que a los jóvenes de hoy les espera un futuro peor que el de sus padres. Y nada desalienta más que el temor generalizado de que los sacrificios de hoy no garantizan una mejor fortuna mañana.

Bush padre perdió las elecciones de 1992 frente a Bill Clinton porque la recuperación de la economía, después de dos años de recesión, se materializó tan al término de su mandato que la contabilidad federal registró la buena nueva después de la cita de noviembre con las urnas. Aquella campaña acuñaría para la posteridad la frase de "es la economía, estúpido". A Zapatero le sonrieron las estadísticas hasta marzo de 2008. Los sismógrafos venían registrando ya movimientos preocupantes después de diez años de orgía inmobiliaria alimentada por bancos y cajas, pero el gran terremoto tardaría aún seis meses en llegar con la bancarrota de Lehmann Brothers. De ahí que el candidato socialista pudiera saldar con éxito la campaña electoral con aquel eufemismo de la desaceleración que mantendría hasta mucho después de que la tierra se abriera bajo nuestros pies.

La derrota de Zapatero se cimentó en un trienio en que primero negó la crisis y luego se convirtió a la fe del ajuste fiscal
El compromiso de Mariano Rajoy de reducir el déficit al 4,4% en 2012 obligará a un recorte de 40.000 millones
La contestación más activa al Gobierno puede darse en las calles si se percibe que el coste de la crisis no es equitativo

A esa obstinación en el error seguiría un giro copernicano una vez que el directorio europeo intervino de facto nuestra economía en mayo de 2010. En ese trienio negro, en el que primero negó la crisis y luego se convirtió a la fe del ajuste fiscal, se cimentó la más amarga derrota sufrida por los socialistas desde la restauración de la democracia, en fecha tan simbólica como el 20-N, cuya elección se debe a la exclusiva voluntad de José Luis Rodríguez Zapatero.

Los libros de historia registrarán que en 2011 una ETA exhausta por el acoso policial y judicial, y por un masivo rechazo social, anunció que ponía fin a medio siglo de violencia. La política antiterrorista ha sido determinante para este desenlace que en tiempos menos sombríos hubiera dado al partido gobernante unos réditos electorales que en esta ocasión han cosechado en exclusiva los candidatos que apadrinaba la organización terrorista. ETA no renuncia al terrorismo por una reflexión moral sobre el daño causado, sino por un simple cálculo estratégico de que la lucha armada, lejos de abonar sus pretensiones políticas, se había convertido en un obstáculo que les condenaba a la irrelevancia. El cinismo de esta conclusión no ha impedido que una cuarta parte de los votantes vascos premiara el 20-N como hacedores de la paz a quienes nunca condenaron el crimen. Esta distorsión de valores es la herencia más ominosa que deja ETA y que será difícil de erradicar en la sociedad vasca.

Pero más allá de la ridícula retórica de sus comunicados, ETA había dejado de ser hace años la preocupación prioritaria de unos ciudadanos aterrados ahora por el crecimiento inexorable del paro hasta la insufrible cifra de cinco millones, cuya mera posibilidad rechazó tercamente la vicepresidenta económica, Elena Salgado. Roza el sarcasmo que en el tramo final de su mandato Zapatero exhibiera como mérito propio haber evitado el ingreso de España en la lista de países europeos sometidos a rescate, como si ninguna responsabilidad le correspondiera en el hundimiento de una economía que durante meses flirteó con esa hipótesis.

El cierre de la contabilidad nacional en enero traerá noticias aún peores: una economía estancada, si no en recesión; un paro que habrá desbordado las ya insoportables marcas previas, y un déficit público que superará el techo del 6% comprometido ante las instituciones europeas, hasta acercarse al 8% según estimación de Funcas. Significa esto que el compromiso asumido por Mariano Rajoy de reducir el déficit al 4,4% en 2012 obligará no ya a un recorte de 16.500 millones, como enunció en su discurso de investidura, sino de 40.000 millones. Habrá que sumar la pérdida de ingresos que conllevan los estímulos fiscales en materia de creación de empleo, adquisición de vivienda propia y planes privados de pensiones, que el PSOE cifró en 10.000 millones adicionales.

Ante una variable de tamañas proporciones era impensable que un político del perfil de Rajoy entrara en detalles sobre la cirugía presupuestaria que piensa aplicar y que en el mejor de los casos será dolorosa. Su elogio al programa de recortes que Artur Mas ha puesto en marcha en Cataluña con el respaldo del PP es una pista expresiva. Quienes conocen bien al político gallego sostienen que su ambigüedad en la campaña del 20-N no obedecía tanto a una táctica electoral como a un código genético que le impide anticipar decisiones antes de tener todos los datos. Sobre todo cuando se ve obligado a convertirse en heraldo de malas noticias.

Más allá de la inmediata subida de las pensiones en concordancia con el IPC -hay más de 1,1 millones de jubilados con derecho a voto en las próximas elecciones autonómicas de Andalucía-, el programa de investidura de Rajoy hizo de la creación de empleo la bandera de esta legislatura, como no podía ser menos en un país que dobla la media de paro de la UE y que solo por este motivo despierta el recelo de nuestros acreedores y el consiguiente encarecimiento de la prima de riesgo. La reforma laboral y la del sistema financiero serán sus dos palancas, pero nada sabemos sobre la nueva ley de trabajo, que con toda seguridad abaratará el despido y flexibilizará la negociación de convenios de las pymes, y ni siquiera bajo el implacable interrogatorio de Alfredo Pérez Rubalcaba terminó de pronunciarse acerca de la eventual creación de un banco malo que agrupe los activos inmobiliarios tóxicos y mucho menos sobre su financiación.

Su promesa de decir siempre la verdad, aunque duela, evoca similares compromisos de sus antecesores que tarde o temprano tomaron a beneficio de inventario. Pero algo habremos avanzado, al menos desde el punto de vista del control ciudadano, si efectivamente el nuevo Gobierno remite a las Cortes antes de seis meses, como anunció, una ley de transparencia y acceso a la información pública. Se trata de una materia que cae bajo la competencia de la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, que en junio ya presentó una proposición de ley con la firma del PP. España dejará así de ser una bochornosa excepción dentro de la UE.

No parece, sin embargo, que las urgencias que expresan los medios de comunicación ante la gravedad de la crisis y que han subrayado algunos socios europeos, con Alemania a la cabeza, vayan a alterar el calendario trazado por Rajoy, que se ha tomado los 100 días de rigor para presentar unos presupuestos que tendrán que incluir amputaciones mayores de las previstas. Habrá que verificar cómo encaja su parsimonia en un escenario internacional en estado de permanente nerviosismo.

En la formación del Gobierno, Rajoy ha puesto de manifiesto su acrisolada discreción y la previsibilidad de la que hace gala. Ninguna filtración y casi ninguna sorpresa. Un equipo experimentado, que habita en las zonas templadas del PP y que cumple el requisito de lealtad acrisolada al presidente, cuyo termómetro principal fue el congreso de Valencia en el que estaba en juego su continuidad. Soraya Sáenz de Santamaría se erige en depositaria de toda la confianza mientras el propio Rajoy se reserva la comisión de asuntos económicos para no verse obligado a elegir entre Luis de Guindos y Cristóbal Montoro. La única concesión a José María Aznar llega por vía conyugal con el nombramiento de Alberto Ruiz-Gallardón como ministro de Justicia, lo que ha convertido a Ana Botella en alcaldesa de Madrid.

Las urnas garantizan a Rajoy una plácida vida parlamentaria, pero ya en el primer debate asomaron algunas tensiones que someterán a prueba su voluntad de diálogo. Durán puso sobre el atril el pacto fiscal de Cataluña sin arrancar siquiera la promesa de que lo vaya a estudiar. El PNV le pidió una aplicación flexible de la ley penitenciaria a los presos de ETA para progresar en el camino de la desaparición definitiva de la banda terrorista. Erkoreka consiguió al menos el título de interlocutor en el dossier de la pacificación. Pero la contestación más activa puede plantearse en las calles si se percibe que el coste de la crisis no tiene una asignación equitativa, concepto que ni siquiera introdujo en su discurso.

La oposición socialista encara mientras tanto y durante los dos próximos meses un ajuste de cuentas interno que no se presenta pacífico. De entrada, el programa electoral articulado por el candidato Rubalcaba incluía rectificaciones no menores sobre la política económica practicada por el Gobierno del que había formado parte hasta el verano, lo que se saldó con una sangría de cuatro millones de votos que en gran parte se habían perdido mucho antes.

Algunos ministros todavía en funciones, entre ellos la predilecta Carme Chacón, ni siquiera esperaron a que Rajoy se instalara en La Moncloa para plantear una enmienda a la totalidad de los recortes aplicados por un Zapatero en fase terminal. Nadie va a discutir la afirmación de que la causa de su derrota no ha sido la crisis, sino la gestión de la crisis. Lo que resulta irónico es que quienes han practicado a menudo una adulación sonrojante hacia el jefe caigan ahora en la cuenta de que una "lealtad mal entendida" les llevó a omitir la crítica necesaria.

La reconstrucción del PSOE obligará a sus militantes a una reflexión descarnada sobre un periodo que ha merecido tamaña censura en las urnas, pero causa una profunda incredulidad que la batalla por el nuevo liderazgo se esté librando entre candidatos tan comprometidos con la etapa anterior y tan seriamente castigados en las urnas. Nuestro sistema parlamentario necesita al menos dos partidos creíbles como opciones de Gobierno, entre otras cosas para atemperar las inevitables tentaciones de las mayorías absolutas. De ahí que el debate para sentar las bases estratégicas del PSOE y elegir a su líder sea una cuestión de interés general mucho más que un asunto de familia. -

El ministro de Economía, Luis de Guindos, habla por teléfono en el exterior de las Cortes, el pasado martes, día 27.
El ministro de Economía, Luis de Guindos, habla por teléfono en el exterior de las Cortes, el pasado martes, día 27.DANIEL OCHOA DE OLZA (AP)

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