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Reportaje:¿Y después qué?

El camino hasta la estación 'términus'

El interesado mito de la imposible derrota y la reposición militante sin fin se ha terminado quebrando y ETA echa la persiana cuando tiene más de 700 activistas presos y unos 70 activos, casi todos identificados. Hace mucho que la mano del sistema democrático puso sobre la mesa de ETA el reloj de arena que iniciaba el tiempo de descuento. Ha sido un largo proceso terminal inaugurado en el momento en el que Francia entró resueltamente en la pelea y anudó la colaboración judicial y policial con España. ¿Hay que recordar aquellos años de asesinatos a mansalva en los que la comunidad etarra vivía perfectamente instalada al otro lado de la frontera, hacía footing e iba de bares, cobraba el impuesto revolucionario en cafeterías y restaurantes de San Juan de Luz, Hendaya o Bayona, alimentaba sus arsenales, organizaba los atentados y abastecía los comandos, mientras la diplomacia francesa negaba, muy seria y circunspecta, la presencia de ETA en su territorio?

La izquierda 'abertzale' comprendió que estaba en un atolladero y que ETA le arrastraba a la marginación política
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En colaboración con sus colegas franceses, cientos de guardias civiles y policías españoles trabajan hoy en Francia siguiendo los rastros de ETA. Son ellos, por lo general, quienes localizan a los activistas que luego detiene la policía francesa. Desde que París franqueó el paso a los agentes españoles y permitió el ensamblaje de las redes de información, el ciclo vital de ETA fue acortándose lenta, pero inexorablemente, de forma que las detenciones de los dirigentes han ido sucediéndose a un ritmo cada vez más vertiginoso. Si en los años 70, 80 y 90, lo normal era que los jefes se mantuvieran fuera del alcance policial durante períodos de entre siete y 10 años -casos de Txomin, Josu Ternera, Txikierdi, Mamarru, Fitipaldi, Iñaki de Rentería-, ese tiempo estadístico ha quedado reducido a algunos meses en la agónica fase final. Acorralada, ETA entró entonces en un círculo vicioso del que ya no ha podido salir: las reestructuraciones y reposiciones que sucedían a los desmantelamientos y detenciones daban como resultado un debilitamiento progresivo, una organización más y más vulnerable. ETA se vio obligada a reemplazar a sus dirigentes con elementos de escasa preparación, lo que, a su vez, propiciaba nuevas caídas e imposibilitaba que las reconstruidas estructuras se asentaran suficientemente. Ninguna organización puede sobrevivir a un período tan convulso sin que su actividad se resienta suficientemente y eso explica el descenso del número de atentados y el pobre índice de efectividad. La empresa terrorista entró en quiebra aunque el recurso-apuesta de las treguas le permitía economizar fuerzas y reorganizarse. Pero, pese al castigo recibido, hay que suponer que su vocación de perpetuarse le habría mantenido en su viaje a ninguna parte si su brazo político no hubiera hecho sonar la voz de alarma.

Junto a la reacción valiente de una parte de la sociedad vasca que empezó a sacudirse el miedo, la otra clave, el factor que ha precipitado el desenlace, es que el Estado entendió que se enfrentaba a una estrategia político-militar, y actuó en consecuencia. Hasta la ilegalización de Batasuna y del resto de las estructuras civiles vinculadas a ETA, el brazo político recogía las nueces del árbol que agitaba el brazo militar en un ejercicio poco disimulado de connivencia consentida hasta entonces por el Estado.

Desde el momento en el que Batasuna y sus sucesivas siglas de ocasión quedaron fuera de la ley, los intereses del brazo político empezaron a divergir de los del militar y la debilitada vanguardia (ETA) comenzó a ser cuestionada. Inspirados en la referencia catalana (la llegada de ERC a la Generalitat), los menos fanáticos, los más posibilistas, empezaron a pensar que la lucha armada de ETA podía acabar arruinando el proyecto político de la izquierda abertzale, conscientes del rechazo cada vez mayor que el terrorismo suscitaba en la sociedad vasca y convencidos de la incapacidad de ETA para doblar el brazo al Estado. Miraban a sus capitidisminuidas huestes en las manifestaciones, al ascenso persistente de Aralar, su competencia directa en la izquierda abertzale, crítica con la violencia; al desconcierto y desmoralización que cundía ante la militancia ante el desalojo institucional y la falta de perspectivas, y comprendieron que estaban en un atolladero y que ETA les arrastraba al abismo de la marginación política.

La tregua de 2006 fue fruto de esa presión y la ruptura de las negociaciones que desembocaron en el bombazo a la T-4 de Barajas irritó sobremanera a los dirigentes de Batasuna y abrió en el seno de ETA una brecha divisoria que llegó a resquebrajar al propio núcleo dirigente. El jefe del aparato político, Francisco Javier López Peña Thierry, y el del aparato militar, Garikoitz Aspiazu Txeroki, se expulsaron mutuamente en una crisis interna gravísima, una escisión encubierta, no declarada, que la policía, ignorante de la fractura interna, resolvió involuntariamente con el arresto del primero y poco tiempo después, del segundo. Como siempre, los más recalcitrantes y sanguinarios trataron entonces de enterrar las críticas internas bajo los escombros de las bombas. Necesitaban demostrar a sus dubitativas bases que la victoria se encontraba al alcance de la mano, pero la policía abortó pronto su ofensiva y volvió a ponerles contra las cuerdas. En julio de 2007, el profesor Iñaki Antigüedad, uno de los ideólogos, ahora cabeza de lista de Amaiur al Congreso por Vizcaya, escribió que la vanguardia (ETA) estaba impidiendo el crecimiento del "músculo social".

Iñigo Iruin, Arnaldo Otegi, Rafa Díez Usabiaga y más tarde, Rufi Etxeberria tomaron la iniciativa y comenzaron a tirar de ETA para conducirla a la estación términus. Tras proclamar su autonomía respecto a ETA y deshacer así simbólicamente la estrategia político-militar a la que ha estado supeditada desde su nacimiento, Batasuna tomó las riendas de la denominada izquierda abertzale con una apuesta por las vías exclusivamente políticas y un guión para la legalización electoral y la salida de la violencia que está dando sus frutos. Después de tres décadas, la lógica de amontonar cadáveres en la democracia para negociar desde una posición de fuerza se ha quebrado con el agotamiento del modelo político militar y el práctico final del ciclo vegetativo de ETA.

José Antonio Urrutikoetxea, Josu Ternera, tras ser excarcelado  en enero del 2000.
José Antonio Urrutikoetxea, Josu Ternera, tras ser excarcelado en enero del 2000.VINCENT WEST / REUTERS

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