Contagio griego

Es probable que no tengamos que esperar a la celebración del referéndum griego para observar las muy adversas consecuencias financieras y económicas de la decisión del primer ministro Yorgos Papandreu. En ausencia de una reacción inmediata por los Gobiernos de Alemania y Francia, acelerando la ampliación del fondo de rescate, y del Banco Central Europeo (BCE), adquiriendo la deuda pública de Italia y España que sea necesaria, los mercados financieros pueden precipitar el trágico final que tendría lugar en el caso de que la población griega responda negativamente al referéndum. A tenor de las encuestas, un desenlace tal no puede hoy descartarse.
La legitimidad que Papandreu trata de obtener es tan comprensible como difícil es su situación ante una oposición que reclama elecciones anticipadas y una población que lleva meses contestando la ausencia de compensaciones visibles a los severos ajustes en las finanzas públicas. Esa economía sigue inmersa en una muy pronunciada recesión, sin expectativas visibles de superación de la misma, con un creciente desempleo y aceleradas pérdidas de bienestar de los ciudadanos. La distancia a situaciones propias de rebelión social se ha reducido de forma considerable en las últimas semanas.
A partir de ahora, hay dos vías previsibles de transmisión del contagio griego a las economías de la eurozona. Una, la de los mercados de bonos públicos y de acciones, penalizando especialmente a los títulos de Italia y de España, como ya hemos tenido ocasión de verificar. El castigo puede ser más severo a los sistemas bancarios.
Pero no solo serán pérdidas de riqueza financiera las que genere la renovada incertidumbre ahora creada. Tras la convocatoria del referéndum griego, han aumentado de forma significativa las probabilidades de desenlaces más radicales como la fragmentación de la eurozona. Y un desenlace como la exclusión del euro, forzada o voluntaria, por alguno de sus Estados, generaría efectos difíciles de anticipar, pero nada favorables, ya no solo para las economías más castigadas por los mercados de bonos, sino para el conjunto de las europeas. Y también para la mayoría de sus bancos y, desde luego, para las propias instituciones comunitarias.
La segunda vía de probable contagio es la de las opiniones públicas en el resto de la eurozona. La incomodidad de los ciudadanos con la situación actual no se manifestará únicamente en aquellos países que más están sufriendo las consecuencias de políticas presupuestarias contractivas, en muchos casos adoptadas de forma precipitada y sin apenas respaldo o comprensión social. Por razones bien distintas de las de los griegos, el apoyo de los electores alemanes a su Gobierno es igualmente reducido.
La crisis de la eurozona puede cobrar una dimensión hasta ahora parcialmente velada por las tensiones en los mercados financieros: la derivada de una contestación creciente de los ciudadanos ante la adopción de decisiones por los Gobiernos tan excepcionales como escasamente compensadoras en términos de recuperación del crecimiento y el empleo. No es tanto la legitimidad política la que se encuentra en juego, sino la identificación de la población europea con sus instituciones, marcada por una creciente desafección desde el inicio de la crisis.
Neutralizar las renovadas pero ahora mucho más serias amenazas griegas sobre la integridad de la eurozona exige, en primer lugar, evitar desplomes adicionales en los precios de los bonos públicos de las cinco economías más vulnerables. Eso significa que el BCE deberá transmitir de forma inequívoca su disposición a incrementar las compras de deuda pública sin cortapisa alguna.
En la situación de emergencia en la que se encuentra la propia Unión Europea, estaría más que justificado que esa institución asumiera el papel de prestamista de última instancia sin condiciones que otros grandes bancos centrales están desempeñando en la gestión de la crisis. Al menos, mientras los Gobiernos no concreten las decisiones adoptadas la pasada semana en la cumbre europea. De forma simultánea, esos mismos Gobiernos deberían adoptar estímulos al crecimiento económico que facilitaran no solo la reducción del elevado desempleo en el conjunto de la eurozona, sino también la atención a las deudas.
Ya sabíamos que sin crecimiento económico no se pagarían las deudas. Ahora es posible que tampoco los Gobiernos dispongan del respaldo ciudadano necesario.
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