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Columna
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Cumbre clandestina en la ONU

Joaquín Estefanía

Los estudiosos hablan ya de tres fases en el desarrollo de la crisis económica: la primera, que va desde su inicio en agosto de 2007 hasta un año después, sirve para apercibirse de su gravedad y permite soñar a los países emergentes y en desarrollo que esta vez no van a ser ellos los paganos de los excesos del corazón del sistema (Wall Street). La segunda comienza con la quiebra de Lehman Brothers y dura aproximadamente hasta el mes de abril pasado; es el periodo en que el espectro de un colapso financiero mundial fue un hecho probable, no sólo posible. En la tercera fase, la actual, el escenario catastrófico de una implosión del sistema financiero internacional prácticamente desaparece: estamos mal (gran recesión) pero ya no bajo el peso de que el mundo se acaba.

A la cita sobre la seguridad económica no acudirá ningún líder

En medio de lo peor, el pasado diciembre, los gobiernos presentes en la negociación de la Ronda de Doha sobre el proteccionismo comercial acordaron que las Naciones Unidas (ONU) celebrarían "una conferencia al más alto nivel sobre la crisis financiera y económica mundial y sus efectos sobre el desarrollo". La conferencia la organizaría la asamblea general, que encargó un texto a una comisión de expertos liderada por el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, ex asesor de Clinton.

Se trataba de hacer recuperar a la ONU buena parte de la centralidad perdida por el protagonismo de los G-20, organismos no elegidos, inorgánicos, sin estructura, en la organización de las salidas a la crisis. Los expertos, dirigidos por Stiglitz, desempolvaron la idea del ex presidente de la Comisión Europea, el francés Jacques Delors, de crear en el seno de la ONU un Consejo de Seguridad Económica para resolver los conflictos relacionados con la intendencia del mundo. Pues bien, después de muchos avatares esta conferencia se celebrará entre los próximos miércoles y viernes, pero a ella no acudirán los dirigentes de los principales países del mundo (no habrá el "más alto nivel") ni se conoce la mayor parte de los trabajos que se llevan, más allá de las ideas de la Comisión Stiglitz. Está anunciada la presencia de tan sólo una veintena de jefes de Gobierno o de Estado entre los que no figuran el de EE UU, ni los de la UE ni Japón, por ejemplo. Parece una conferencia clandestina, sin las alharacas con las que se celebraron los G-20 de Washington y Londres.

Además del desapego que manifiesta la irrelevancia de la institución multilateral más representativa en los principales dirigentes del planeta (que van a dejar el altavoz de la ONU a los Chávez, Morales, Correa, que sí acudirán), se extiende con mucha fuerza la idea de que una vez sofocada la parte más agresiva de la crisis (los bancos en dificultades) se diluyen cada vez más los esfuerzos reformadores expuestos cuando se tenía el agua al cuello. Ninguna crisis, y mucho menos una tan grave como la actual, remite sin dejar un legado. Stiglitz piensa que uno de esos legados será una batalla de alcance global en torno a las ideas. "O mejor, en torno a qué tipo de sistema económico será capaz de traer el máximo beneficio para la mayor cantidad de gente".

El economista se pregunta cuántos mandatarios asumirán el hecho de que para salir adelante es necesario un régimen en el que el reparto de papeles entre mercado y Estado sea equilibrado y en que haya un Estado fuerte capaz de administrar formas efectivas de regulación.

Pero la reflexión más significativa de Stiglitz se sitúa en el terreno de la calidad de la democracia. Muchos ciudadanos que padecen los fallos del mercado en forma de paro, hambre, pérdida de poder adquisitivo... observan desconcertados que se vuelve a recurrir de nuevo a parecidas recetas -y a veces a los mismos personajes- para gestionar la recuperación.

Ven permanentes redistribuciones de riqueza hacia la cúspide de la pirámide, claramente a expensas de los ciudadanos comunes y corrientes. Ven, en suma, un problema básico de falta de controles en el sistema democrático. Y después que se observa todo esto, sólo es necesario dar un pequeño paso para concluir que hay algo que funciona inevitablemente mal en la propia democracia. Stiglitz concluye con pesimismo que la crisis económica ha hecho más daño a los valores fundamentales de la democracia "que cualquier régimen totalitario en los tiempos recientes".

¿Merece la pena discutirlo?

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