Depende, todo depende
Con el avance de la esperanza de vida los individuos acaban manifestando discapacidades de distinta naturaleza y grado que implican dependencia de manera creciente a partir de edades avanzadas. A los 80 años, una persona mayor, que por lo general es un pensionista, roza el 40% de probabilidad de ser una persona discapacitada y dicha probabilidad aumenta rápidamente con la edad.
El problema de las pensiones se compone, pues, en la gran vejez, con el problema de la dependencia. Este es un resultado inesperado de la buena noticia que supone el alargamiento de la vida y, de hecho, la mayor parte de las discapacidades y de la dependencia que acarrean (el 40% de los discapacitados son dependientes) son bastante tolerables. Pero, en cualquier caso, la dependencia, un estatus formal que cualifica para recibir prestaciones públicas, requerirá la aplicación de recursos cada vez mayores, al menos hasta que el sistema de prestaciones alcance su madurez.
El coste que alcancen las prestaciones puede ser oneroso en relación al PIB
La ley nació con cabos sueltos, especialmente en la financiación
La llamada Ley de Dependencia fue ampliamente aprobada en diciembre de 2006 por los grupos políticos y apoyada por el conjunto de la población. En este sentido, nació con un activo muy valioso en términos de consenso. Pero nació con algunos cabos sueltos, especialmente el que se refiere a la financiación de las prestaciones. Las proyecciones realizadas indican que el coste de las prestaciones puede llegar a ser bastante oneroso en relación al PIB.
De haberse reconocido a todos los potenciales dependientes en 2009, lo que no sucedió en parte por retrasos y en parte porque el calendario previsto de reconocimiento de grados y niveles no estaba completamente desplegado en ese año, se habrían registrado 1,8 millones de dependientes, de los cuales casi un millón, de todos los niveles y grados, tendrían derecho a una prestación. Ello habría requerido la aplicación de unos recursos de 15,4 millardos de euros (un 1,5% del PIB). El gasto efectivo fue al menos tres veces menor. En 2050, dadas las tendencias demográficas y a prestación constante, el gasto ascendería a algo menos del doble.
Aunque parezca que este aumento es muy elevado, en realidad es perfectamente asumible a nada que el PIB crezca a ritmos que son alcanzables en las próximas décadas. Pero esta proyección sólo contempla el efecto demográfico, y no la inflación del coste de las prestaciones.
A diferencia de lo que pasa con el sistema de pensiones, cuyas prestaciones son dinerarias y están ligadas a los salarios, en el sistema de dependencia las prestaciones pueden ser también en especie, es decir, servicios como los sanitarios. Esto es una buena y, a la vez, una mala noticia, por varias razones.
Las prestaciones en servicios se pueden gestionar más eficientemente y, de hecho, las tecnologías actuales y un consumo responsable de dichos servicios permitirían una importante contención de los gastos. Pero la trayectoria del sistema sanitario demuestra que esto no es tan fácil y, por otra parte, nuestro sistema de dependencia se está inclinando por las prestaciones económicas antes que por las prestaciones en servicios, lo que es ineficiente desde muchos puntos de vista.
Las prestaciones económicas son más cómodas de otorgar y los beneficiarios las prefieren, falsamente inducidos a creer que es mejor que engorde su bolsillo y que luego ellos se las apañarán. El resultado es que la provisión de cuidados acaba siendo muy subóptima y se incrementan las demandas al sistema. Pero como no se han arbitrado buenos mecanismos de financiación (seguro de dependencia, cotización ad hoc, cheques, copagos, etc.) ni de provisión de infraestructuras de servicios (concesiones, partenariados, etc.), tenemos un sistema de dependencia en el que hay mucho por hacer. Todo depende de que sobre los temas clave de naturaleza de las prestaciones, financiación de las mismas e infraestructuras y modelos de prestación de servicios haya una mejor planificación de la que ha habido hasta ahora. Este año toca la revisión estatutaria del despliegue de nuestro sistema de dependencia.
José A. Herce es socio y director de Economía de Analistas Financieros Internacionales (AFI).
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