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Lacras urbanas

La amalgama de adherencias mina la dignidad arquitectónica de los edificios y convierte la ciudad en un sucio vertedero

Entre los arquitectos es habitual hablar de piel para aludir a la capa superficial y envolvente de los edificios, pues la función reguladora y protectora de este elemento constructivo es similar a la del epitelio biológico. Esa manifestación externa de la arquitectura define su carácter visual y contribuye -como pieza de la entidad superior que es la ciudad- a crear un paisaje urbano con cualidades positivas o negativas.

Esa piel fabricada incorpora a veces distintos tipos de prótesis que completan sus funciones, como toldos, maceteros, luminarias o antenas, que si se añaden de forma planificada y con buen criterio no sólo no perjudican al edificio, sino que le aportan el dato vivo y cambiante de la presencia humana, que siempre se ha hecho visible en la arquitectura y especialmente en la de viviendas.

Se cierran terrazas con distintas carpinterías o se colmatan edificios con adheridos varios

El que estas adiciones posteriores se hayan convertido en una anomalía es un suceso relativamente actual, generado por una visión introvertida, puramente tecnicista y utilitaria de la arquitectura, que ignora los componentes sociales y expresivos de la misma y que confiere a toda supuesta mejora técnica una relevancia que justifica su implantación a cualquier precio.

Esta intención dominante que parece hacer admisible el derecho a colgar aparatos de aire acondicionado en las fachadas, a grapar todo tipo de cables y tuberías o a sembrar con antenas de variados modelos no sólo los tejados, sino los balcones y ventanas, se ve potenciada por una secular dejadez del control y disciplina municipales que deberían imponer unas condiciones mínimas a cualquier cambio o añadido, con el agravante de que ese mismo abandono se extiende a otros postizos más graves y menos justificables desde el punto de vista técnico, y así vemos cómo se cierran terrazas y balcones con múltiples tipos de carpinterías, se cambian las ventanas a gusto del consumidor, hasta perforando las fachadas de forma arbitraria y sin rematar los aspectos exteriores de la obra, o se colmatan las terrazas de los áticos con verandas y suplementos de todo tipo, aspecto y condición.

La amalgama que se produce de adherencias descontroladas va minando la dignidad arquitectónica de edificios que la tenían, baja aún más la calidad de las edificaciones corrientes y convierte la ciudad en un sucio vertedero regido por la despreocupación de los ediles y el egoísmo de los particulares.

La esquina de Miguel Fisac

Estas actitudes, unidas a la pasividad e incluso la complacencia con el controvertido fenómeno de los graffiti y el ataque masivo de los rótulos publicitarios, van dando a Madrid un aspecto sórdido y ramplón, mucho más agravado en los barrios nuevos, aunque tampoco se libre del mal el centro histórico, al que atacan todo tipo de intromisiones inadecuadas, algunas tan ruidosas como los aparatos sobre la cubierta que han destruido la perspectiva de la esquina de una de las mejores obras de Miguel Fisac, entre las calles de Velázquez y Joaquín Costa, por citar un caso especialmente molesto e incomprensible al tratarse de un edificio público, que además ha sido objeto reciente de una costosa restauración.

Y no se trata de congelar cualquier posibilidad de hacer cambios en los edificios, porque los que están en esa situación inamovible por valor y grado de protección son pocos en proporción con el total de la ciudad -y además las intervenciones pueden ser justificadas y hasta deseables-, sino de evitar que cualquier operación que afecte a su presencia exterior se haga de forma irreflexiva, empeorando lo que hay debajo. Es lo que históricamente se conocía como "decoro" y que no consiste tanto en el adorno como en la limpieza y dignidad de presencia.

Los instrumentos legales existen, porque las normativas vigentes impedirían casi todo lo que se hace en estos aspectos, pero una vez más no se aplican tanto por falta de interés en cuanto a tomar medidas impopulares como por escasez de recursos destinados a estos fines de inspección, e incluso por el desacertado interés en favorecer cierto desarrollo industrial, o por un trato ancestralmente deferente con las compañías de servicios.

En cuanto al ciudadano de a pie, sufre su entorno con la mirada encallecida, como un mal inevitable, y sólo se queja y efectúa denuncia si se ve directamente privado del sol o las vistas. Otra cuestión más espinosa es el incomprensible silencio de los profesionales con capacidad de opinión y sentido crítico, que también parecen asumir este fatalismo del descontrol, aunque no faltará quien encuentre justificaciones al caos en la espontaneidad de la arquitectura popular -que nada tiene que ver con la compleja y vertiginosa realidad actual- o en las proclamas de los nuevos apóstoles de la anarquía urbana, que propugnan una arquitectura aditiva y parasitaria aprovechando los resquicios de la legalidad, como ingenua respuesta contra el mefistofélico chivo expiatorio del sistema, echando más gasolina a un fuego que ya arde desde hace mucho tiempo y del que ellos parecen no haberse enterado.

Y a todo esto no estamos hablando de lo que ocurre más abajo de las fachadas, en el propio pavimento, cada vez más poblado de obstáculos no siempre necesarios que se añaden a los que ya enturbian los edificios, tema que también se ignora habitualmente y que merece al menos una reflexión si se quiere poner remedio a algunas de las lacras que padece la ciudad.

Vicente Patón es arquitecto

La falta de control permite colgar aparatos de aire acondicionado en fachadas y grapar cables y tuberías.
La falta de control permite colgar aparatos de aire acondicionado en fachadas y grapar cables y tuberías.V.P.

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