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Columna
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La desavenencia

Desaparecidas en combate las posiciones del neoliberalismo, por los abusos cometidos, el debate se centra en el grado de intervención pública necesaria para salir de la Gran Recesión. Conservadores o socialdemócratas, independientemente de la ideología de los Gobiernos que conforman el G-20 (que agrupan alrededor del 85% de la economía mundial), hoy "todos somos keynesianos" (Nixon, hace tres décadas).

Ésta es la principal característica de la reunión de ministros y gobernadores de bancos centrales, celebrada el pasado sábado en Gran Bretaña y preparatoria de la que el 2 de abril tendrán los principales líderes mundiales. El G-20 de Londres deviene en la última esperanza para saber si los mandatarios del planeta son coherentes con el marco de referencia de la globalización, y tienen la capacidad de sacar un plan a largo plazo que arrastre a la economía mundial de nuevo al crecimiento.

La paradoja consiste en que lo que las élites ven imprescindible se vende mal en la opinión pública

Para ello, necesitarán algo más que retórica. No podrán salir de nuevo, como hicieron hace cuatro meses y medio, con una declaración bienintencionada pero difusa, que en su primer párrafo decía: "Nosotros, los dirigentes del Grupo de los Veinte, hemos mantenido una primera reunión en Washington en la fecha del 15 de noviembre de 2008, en medio de graves problemas que afectan a la economía mundial y a los mercados financieros. Estamos decididos a reforzar nuestra cooperación y a trabajar en común para restaurar el crecimiento económico en el mundo y para llevar a cabo las reformas necesarias en los sistemas financieros mundiales".

La reunión de ministros de Economía de hace 48 horas no es muy estimulante. Vuelven a repetir lo de "acometer un esfuerzo común y sostenido para restaurar la confianza de los mercados", pero poco más. A dos semanas y media del G-20, las cosas todavía parecen no haber madurado lo suficiente. ¿En qué hay unanimidad? En que la condición necesaria para salir de esta coyuntura tan alarmante es reestructurar de manera definitiva el sistema financiero, limpiarlo de activos tóxicos y ponerlo a funcionar de manera que se regeneren los flujos crediticios a empresas y particulares. Para ello están dispuestos a poner todo el dinero público que sea preciso y no repetir el error de Lehman Brothers, la única vez que se aplicaron las normas ortodoxas de que cada palo aguante su vela y dejaron caer el cuarto banco de inversión estadounidense, lo que se considera hoy el mayor error cometido desde que en julio de 2007 comenzó la crisis de las hipotecas subprime. Desde entonces, las autoridades americanas y europeas han nacionalizado total o parcialmente 38 grandes entidades financieras, según datos del FMI. La paradoja consiste en que lo que las élites consideran imprescindible tiene muy mala venta en la opinión pública, que reputa a los financieros como los grandes culpables de lo que está pasando. Los mandatarios han de poner en marcha una campaña de pedagogía para convencer a los ciudadanos de que se trata de apoyar a los bancos, no a los banqueros, como el camino para ayudarlos a ellos. Pero pocos de esos financieros se mueven de sus sillas y sacrifican voluntariamente sus emolumentos, tantas veces desaforados.

La principal desavenencia entre los países del G-20 está en el escalonamiento de la política económica. Mientras EE UU, Gran Bretaña, China y Japón entienden que para salir de la recesión la prioridad es la inyección de mayor cantidad de estímulos públicos (hasta comprometer al menos el 2% del PIB mundial en ese esfuerzo compartido), Europa -liderada de nuevo por el eje franco-alemán- piensa que lo primero es establecer los mecanismos de regulación necesarios para que las entidades financieras no puedan repetir sus tropelías (básicamente sacando del balance las operaciones de más riesgo, para que no fuesen controladas por los supervisores nacionales), y que antes de inyectar más dinero público es preciso conocer la eficacia del aportado hasta ahora.

En la recámara de unos y otros hay un problema que hoy no se aborda por la magnitud de los problemas a solucionar, pero que antes o después saldrá a la luz: cómo volver a políticas fiscales sólidas y sostenibles, una vez que se haga balance del gigantesco endeudamiento público para el rescate financiero y el estímulo global. Keynes ya advertía de las resistencias que se generan para una marcha atrás, pero ésta es la herencia de la revolución conservadora.

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