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Columna
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La economía vence a la política

Joaquín Estefanía

Ha habido dos ideas que se han repetido de modo recurrente en los sondeos realizados a los ciudadanos españoles: que existe un nuevo poder fáctico -los mercados- que mandan más que el Gobierno, sea del signo que sea, a quien imponen sus calendarios y reformas; y que el presidente del Ejecutivo, Rodríguez Zapatero, ya no era creíble hiciese lo que hiciese y dijera lo que dijera; de ahí el extraordinario desgaste que ha acabado con su carrera para el futuro.

Ambas tesis se concatenaron en una fecha y en un lugar muy determinado: Bruselas, el pasado 9 de mayo, cuando en una noche dramática para el futuro del euro como moneda común de los europeos se impuso a los países periféricos (fundamentalmente España y Portugal) una política de ajuste duro que, al menos en el caso de nuestro país, significaba un giro copernicano con lo que se estaba diciendo y practicando. A cambio de crear un mecanismo de auxilio a los países con problemas (un fondo de rescate y un modo heterodoxo de actuar del Banco Central Europeo), España, entre otros, debería aplicar un plan de ajuste duro de su economía que en esencia significaba que los ciudadanos deberían vivir con más sacrificios de los que habían soportado hasta entonces. Incluso el presidente Obama telefoneó a Zapatero para convencerle de esa necesidad, ante el riesgo de la crisis de la deuda soberana europea contagiase a los EE UU.

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Por necesidad política, o por incapacidad, Zapatero no fue capaz de explicar a la ciudadanía, con el dramatismo imprescindible, esos cambios que significaban una reducción casi imposible del déficit público en los términos y plazos comprometidos, y las reformas estructurales (sistema financiero, mercado laboral, pensiones, comunidades autónomas, panorama energético,...) que le exigían imperativamente sus socios con el objeto de tranquilizar a unos mercados altamente especulativos. El presidente se hizo reformista por necesidad con la misma vehemencia con la que hasta entonces había intentado aplicar los planes de estímulo, y la gente no le creyó ni lo entendió. ¿Quién era Zapatero, el de la reforma laboral cuyo eje fundamental ha sido abaratar el despido y que le costó una huelga general, o aquel que decía que no se haría ninguna reforma sin contar previamente con el consenso de los agentes?

Por otra parte, la gestión de la crisis económica devino prácticamente en la única agenda política, y el viraje que hubo de dar de forma imperativa a la política económica ocultó la mayor parte del sustrato ideológico, basado en la ampliación de los derechos civiles (por los que pasará a la Historia), de su primera legislatura.

No es el momento para hacer un balance de los ocho años de Gobierno de Rodríguez Zapatero, en el caso de que logre acabar este segundo mandato (para el cual parece contar con el apoyo parlamentario suficiente), pero para su convicción socialdemócrata pesará como una losa no tanto si es capaz o no de finalizar las reformas pendientes sino si puede paliar el verdadero efecto diferencial de la economía española respecto de las de nuestro entorno: el porcentaje de paro general (superior al 20% de la población activa); el de desempleo juvenil (42%), con la generación mejor preparada de la historia de España; el que se hayan superado por primera vez desde 1996 los dos millones de parados de larga duración (más de un año buscando trabajo), de los cuales casi la mitad llevan dos años o más en paro; o que el número de hogares en el que nadie de los que buscan trabajo lo haya conseguido supere los 1,3 millones.

Además, tres años después de los primeros efectos de la crisis económica sobre nuestro país se empiezan a cuantificar con precisión las consecuencias que ella está teniendo en las condiciones de vida de la gente y en la distribución de la renta y la riqueza, de carácter muy regresivo: los grupos más vulnerables están perdiendo de forma acelerada los estándares de bienestar conseguidos durante la larga etapa de crecimiento anterior, y las políticas públicas no parecen adecuarse a la nueva situación ni a los riesgos que implica. Zapatero tiene poco más de un año para revertir, en lo que sea posible, estas tendencias duales que desfigurarán cualquier balance que se pretenda con intenciones positivas.

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