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Columna
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El euro también viene de fuera

Xavier Vidal-Folch

La unificación monetaria europea que culmina en el euro es un proyecto político, nacido de la voluntad política de los europeos. Sobre todo de algunas parejas famosas: Willy Brandt y Georges Pompidou; Helmut Schmidt y Valéry Giscard d'Estaing; Helmut Kohl y François Mitterrand, a quienes debe añadirse Jacques Delors. Pero también a algunos vientos procedentes de fuera de Europa. Esta influencia exterior se generó visiblemente en los dos grandes momentos: el nacimiento del Sistema Monetario Europeo (SME) en 1979 y el del euro en 1991/1999. ¿Ocurrirá ahora también, ante el tercer momento decisivo de la historia monetaria de la UE?

Hasta los años setenta, el sistema de Bretton Woods y la primacía internacional del dólar, como moneda de referencia internacional convertible en oro y anclaje de un sistema de paridades fijas, constituían un marco de estabilidad para las monedas europeas. Pero la progresiva debilidad de la divisa norteamericana empujaba cada vez más los flujos de capitales hacia Alemania, revaluando su marco y dificultando sus exportaciones, y de rebote, depreciando al franco. Richard Nixon acabó con la convertibilidad en 1971 y los europeos inventaron una "serpiente monetaria" (un sistema de cambios semifijos) que también zigzagueó, seguida de una segunda serpiente (con mayor flexibilidad) que ya fue el SME: creado por dos tipos que sabían de la cosa, ambos antiguos ministros de Economía, Giscard y Schmidt. Pero la inestabilidad continuó, provocando continuos reajustes de las paridades, turbulencias desordenadas y devaluaciones de las divisas más débiles. Es un paisaje casi olvidado, pero que conviene recordar para no volver a él, la crisis permanente. En la que además, el pretendido poder de las naciones era mera apariencia. "La soberanía española solo dura tres minutos", se decía antes del euro, en referencia a que ese era el tiempo en que había que decidir el reajuste de la peseta, cuando alguna de las principales monedas de la cesta había modificado su valor. Ahora, al menos, todos los socios codeciden en algún grado en el BCE y otras instancias, aunque solo aparezca en las pantallas la abrumadora presencia de la pareja germano-francesa.

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Pues bien, aquella "inestabilidad del dólar animó a los europeos a contemplar la moneda única para aislarse de sus turbulencias; indirectamente pues, las penalidades del dólar llevaron a la creación de una alternativa, el euro", como narra con brillantez un académico norteamericano nada euroalérgico, Barry Eichengreen, en Exorbitant privilege (Oxford, Nueva York, 2011). El proceso hizo su fragua final tras la caída del muro de Berlín, que condujo a la reunificación alemana liderada por Helmut Kohl. Las potencias ocupantes, vencedoras de la Guerra Mundial, tuvieron que dar su permiso. Francia, con distintos apoyos, renunció a una sardónica sentencia muy cara a Giulio Andreotti: "me gusta tanto Alemania, que prefiero que hayan dos". Condicionaron su plácet a que Bonn anclase el nuevo país a Europa: la "Alemania europea", en vez de la "Europa alemana". Y así Kohl honró sus compromisos y se comprometió a ceder el marco (unificado) y crear el euro. Todo fue debido a la voluntad política de los protagonistas. Pero también gracias a la presión cruzada de los acontecimientos internacionales. Gracias al final de la guerra fría.

La tercera etapa en la que está ahora embarcada Europa es la de convertir la Unión Monetaria en una auténtica unión económica, esa asignatura pendiente desde Maastricht. A diferencia de las anteriores ocasiones, la voluntad política de los líderes se muestra más endeble, pero probablemente, incluso aunque sea de forma implícita, existe. En cualquier caso, pronto lo comprobaremos. En las próximas horas, sin ir más lejos. Y del segundo factor, ¿qué? ¿Habrá presión para una mayor unificación europea desde el exterior? Desde luego que la hay, pero ¿cuánta? Es obvia en el nivel diplomático. EE UU, por boca del presidente Barack Obama reitera con ocasión y sin ella la necesidad de que los europeos reaccionen rápida y contundentemente para restaurar la estabilidad de su deuda -el panorama inverso de los primeros setenta-, y estos días su secretario del Tesoro, Tim Geithner, presiona para ello presencialmente en las capitales europeas. Bajo esos apremios diplomáticos late una pulsión que solo Brasil y China han hecho explícita. Al ser requeridos por la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, a prestarle nuevos recursos para coadyuvar a los rescates europeos -con el argumento de que evitar el hundimiento del Viejo Continente es evitar el derrumbe de sus exportaciones-, Brasilia y Beijing -con la razón de que el nivel de vida de su gente es muy inferior al existente en la UE- responden que primero deben ser los europeos quienes se comprometan con ellos mismos, dotando bien su Fondo de Rescate. Quizá la conveniencia de esos apoyos exteriores actúe esta vez como palanca, un poco avergonzante, sí, pero efectiva.

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