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ECOnomismo
Columna
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No tolerar la corrupción

El martes pasado, uno de los expertos del foro de Economismo, José Antonio Alonso, director del Instituto Complutense de Estudios Internacionales, presentó en Madrid su libro Corrupción, cohesión social y desarrollo. El caso de Iberoamérica. Un trabajo oportuno e imprescindible para entender los terribles efectos negativos que tiene la corrupción sobre el desarrollo económico. Una conclusión: la región iberoamericana registraría un crecimiento económico de entre el 0,7% y 1,3% superior al actual si se eliminara la corrupción.

Entre las principales conclusiones de este importante trabajo, impulsado por la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB), Alonso destacó que la corrupción es un fenómeno ubicuo -está en todas partes y no se puede extinguir-, variado y multiforme, vinculado al marco institucional, que es imperfecto, muy costoso para los ciudadanos, que frena el desarrollo económico y social, que se ha tolerado durante demasiados años por parte de empresas e instituciones, muy relacionado con los niveles de educación de los países y, sobre todo, muy difícil de combatir, aunque no imposible. Unas conclusiones que no solo valen para Latinoamérica, sino también para España.

Un país que tolera la corrupción no puede aspirar a cambiar de modelo económico

En cualquier caso, nos encontramos ante un grave problema, no solo en Latinoamérica, sino en todo el mundo. Y lo que es más grave, es un problema que está volviendo con fuerza, después de unos años en los que parecía que la acción de los grandes organismos multilaterales (OCDE, FMI...) había conseguido frenar su actividad. La verdad es que, históricamente, políticos, instituciones y empresas habían sido tolerantes con la corrupción, intentando sortearla o incluso aprovecharse de ella. Hasta 1996, año en el que la OCDE aprobó una recomendación en su contra, en muchos países desarrollados, los sobornos y otros pagos de facilitación en el exterior podían deducirse en el impuesto sobre sociedades. Así como suena.

Volviendo a la actualidad, según el último informe de Transparencia Internacional (TI), de diciembre de 2010, seis de cada diez personas en todo el mundo afirman que la corrupción ha aumentado en los últimos tres años, y una de cada cuatro reconoce haber pagado algún soborno en los últimos doce meses. Además, es en Europa y América del Norte, que tradicionalmente ocupan las primeras posiciones entre los países con menos corrupción, en donde los ciudadanos encuestados en el Barómetro Global de la Corrupción de 2010 opinan mayoritariamente (73% y 67%, respectivamente) que esta ha aumentado en los últimos tres años.

El índice de TI incluye a más de 180 países de todo el mundo, valorados entre el uno -los más corruptos- y el diez -los menos-. En las últimas posiciones se encuentran Somalia, Birmania, Afganistán, Irak, Uzbekistán, Sudán, Chad... y en las primeras, Dinamarca, Nueva Zelanda, Singapur, Finlandia, Suecia y Canadá.

¿Y España? Nuestro país se sitúa en el puesto número 30º, entre Israel y Portugal, con una valoración de 6,1. Pero lleva nueve años cayendo, desde la valoración de 7,0 alcanzada en 2003. No hace falta acudir a las encuestas de TI para saber que la corrupción ha irrumpido con fuerza en España en la última década. Basta con leer los periódicos, en los que un día sí y otro también aparecen casos de corrupción en las Administraciones autonómicas y locales. Y esos son solo los que salen a la luz.

Pero lo más grave de todo ello es que los principales partidos políticos españoles, a los que se les llena la boca con la necesidad de luchar contra la corrupción, se muestran tolerantes con sus afiliados implicados en caso de corrupción y miran para otro lado a la hora de elaborar las listas electorales. Según un rastreo realizado por EL PAÍS en siete comunidades autónomas (las que registran los mayores casos de corrupción que investigan los juzgados españoles), más de 80 candidatos a las elecciones autonómicas y locales del 22 de mayo están implicados en escándalos de corrupción; una cifra que supera el centenar en todas las comunidades. De esa cifra, la mitad pertenecen al PP (con casos señaladísimos, como la candidatura autonómica de Valencia que encabeza Francisco Camps); el 35%, al PSOE, y el 15% restante, a CiU, IU y CC.

¿Por qué toleran los partidos semejante disparate? Probablemente porque en las últimas elecciones, en 2007, los electores participaron de la tolerancia y votaron sin recato a infinidad de candidatos sospechosos. Aunque algún partido, el PSOE, sin ir más lejos, había incluido en su último programa electoral el rechazo a los candidatos corruptos. No es de extrañar que la última encuesta de TI sitúe a los políticos entre el grupo menos de fiar con criterios éticos.

Un país que tolera la corrupción en esos términos y unos políticos que aceptan que sus compañeros de partido se presenten a las elecciones estando imputados por delitos de prevaricación, corrupción urbanística o tráfico de influencias (Gürtel, Brugal,...), o que miran para otro lado ante casos flagrantes como los ERE de Andalucía, no puede aspirar a cambiar el modelo económico, modernizar el sector público o acabar con la economía sumergida.

Contra la corrupción, tolerancia cero, transparencia y compromiso.

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