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Columna
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La madre de todas las batallas

Xavier Vidal-Folch

¿Es una buena idea abandonar el euro?

Los beneficios asociados a la pertenencia al euro en su primer decenio han sido evidentes. El euro ha aportado estabilidad de precios. Ha procurado tipos de interés bajos. Ha suavizado la volatilidad de los tipos de cambio. Ha actuado como escudo frente a las tempestades monetarias. Ha estimulado (al menos, hasta la crisis) la disciplina presupuestaria. Ha atraído a nuevos miembros. Ha contribuido a la transparencia y a la profundización del mercado interior europeo. Ha coadyuvado a la estabilidad del sistema monetario mundial, erigiéndose, tras el dólar, en moneda internacional de comercio y de reserva. (Véase: Successes and challenges after 10 years of Economic and Monetary Union, Comisión Europea, 2008; y Economics of monetary union, Paul de Grauwe, Oxford, 2009). En sus virtudes estuvieron también sus vicios. Los bajos tipos de interés incentivaron un endeudamiento excesivo que alimentó burbujas como la inmobiliaria. Pero en general se reconocen sus bondades, al menos en tiempos de vacas gordas.

Abandonar el euro provocaría más daños que beneficios, y un caos en la eurozona

Durante la crisis, que ha aflorado las enormes carencias institucionales de la unión monetaria, el euro ha servido sin embargo para evitar las tensiones de tipos de cambio y tipos de interés, ha reducido la volatilidad de la inflación y ha permitido garantizar a través del BCE una (aunque modesta) liquidez al sistema (Véase: The euro at ten: the next global currency?, del Peterson Institute y Bruegel, Washington, 2009).

La crisis también ha resucitado la cuestión (efímeramente sugerida por Silvio Berlusconi en 2003) de si a algún socio le convendría la salida del euro. Primero, con el estallido griego, la planteó Angela Merkel el 17 de marzo en el Bundestag, aunque en formato no de abandono voluntario sino de expulsión del país incumplidor de la ortodoxia presupuestaria. La hipótesis fue descalificada por "absurda" y extraña a los Tratados, y desechada. Luego la recuperó su ministro Wolfgang Schäuble el 19 de mayo, diluyéndola en forma de suspensión del derecho de voto del país por el plazo mínimo de un año, opción arrinconada en el Consejo Europeo de octubre pasado. Los viejos doctrinarios euroescépticos, como el jefe de los asesores de Reagan, Martin Feldstein, se apuntaron enseguida al baile, esperando acertar ahora en la profecía que la historia les desmintió durante un decenio: propusieron la retirada, la expulsión o unas "vacaciones" temporales.

Su gran argumento en pro del abandono era y es recuperar la capacidad de devaluar la moneda para restablecer la competitividad. El casandra más brillante, Nouriel Roubini, ha argumentado que Islandia ha salido mejor de la crisis que Irlanda porque ha podido devaluar su moneda y "borrar así una parte de sus deudas": en realidad Irlanda ha recaído en la crisis porque no pudo ocultar más los cánceres en los balances de sus bancos. Otros han argüido que dado que el abandono de la eurozona se paga con una crisis de la deuda, si esa crisis ya se ha registrado, el coste parecerá menor; o que la retirada de depósitos de sus bancos sería transitoria.

Los argumentos en contra son más contundentes: 1) los efectos benéficos de la devaluación son pasajeros, y además, anulables por el lógico intento de los asalariados de contrarrestar la reducción de sus remuneraciones; 2) los depositantes e inversores emprenderían una duradera fuga de capitales; 3) los bancos entrarían en barrena y el BCE quedaría libre de su compromiso de proporcionarles liquidez; 4) el precio de los bonos, los públicos y los bancarios, del país afectado que están en manos de bancos de otros países de la eurozona, capotaría, arrastrándoles a una nueva crisis, en secuencia de castillo de naipes; 5) con una moneda débil, el peso de la deuda denominada en euros sería más gravoso; 6) la recuperación de la credibilidad sería ardua, pues rige para los países igual regla que para las personas y empresas: se pierde fácilmente, pero se fragua en largos periodos, como se comprueba fácilmente yendo a pedir un crédito a la sucursal más próxima. Por eso uno de los sabios que con más recelo recibió la creación del euro, el profesor Barry Eichengreen, de Berkeley, concluye: "El coste del abandono del euro es hoy demasiado grande; solo su preparación desencadenaría la madre de todas las batallas financieras".

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