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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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Mejores universidades para España

La Universidad es una institución muy antigua pero goza globalmente de muy buena salud ya que todas las sociedades del mundo siguen atribuyéndola un papel crucial en el progreso basado en el binomio investigación-enseñanza. España es uno de los países más ricos del mundo y cuenta con un gran número de universidades, pero ninguna de ellas se encuentra entre las 50 primeras de Europa o las 100 primeras del mundo. Esto es un auténtico fracaso, sin paliativos, y un muy mal augurio para nuestro futuro. Sin embargo, este grave problema parece no preocupar a nadie y no se pide a los responsables (políticos y universitarios) ninguna explicación, cuando al entrenador de un equipo de fútbol en el que la sociedad ha invertido muchísimo menos dinero se le piden enseguida cuentas tras una derrota intrascendente.

La lista de aciertos de las mejores universidades es la lista de los errores de las nuestras
Cada investigador mal escogido despilfarrará el dinero público durante 35 años
Hay ciencias que están en su infancia y a cuyo carro aún estamos a tiempo de subir

Quizá sea falta de conciencia del problema o desinterés; o quizá se piense que la carrera del desarrollo científico y tecnológico ya está perdida, pero vivimos una época en la que hay ciencias y tecnologías que están en su infancia y a cuyo carro aún estamos a tiempo de subir. Todo pasa por la mejora de nuestro sistema de I+D en cuya base están las universidades.

¿Cómo podríamos poner alguna universidad de España entre las mejores del mundo? Para hallar la respuesta (simple pero dura de poner en práctica), basta fijarse en qué hacen las mejores universidades del mundo para serlo.

Fijémonos, pues, en qué tienen en común Princeton, Berkeley, Stanford o Cambridge, unas públicas y otras privadas (pero todas muy subvencionadas de diferentes formas por el estado, y prácticamente todas del mundo anglosajón). Salta a la vista que en las mejores universidades trabajan los mejores investigadores y que básicamente es esto lo que las convierte en las mejores. Además, la presencia de los mejores investigadores en las mejores universidades es el resultado de la voluntad de serlo, traducida en un esfuerzo continuado para atraer buenos investigadores, compitiendo por ellos; un esfuerzo por seleccionar y retener a los mejores (sin preocuparse de su origen, sin pedirles homologaciones ni convalidaciones) ofreciéndoles buenas condiciones de vida y de trabajo, los medios y apoyo para desarrollar su potencial y que su tiempo no se pierda en inútiles burocracias. La excelencia de la formación que proporcionan estas universidades está automáticamente garantizada por la calidad científica de los profesores, a quienes no se les exige que sepan un temario concreto (una exigencia absurda en una era en que el conocimiento avanza muy deprisa) sino, simplemente, ser líderes en su campo. Los resultados confirman plenamente esta política y, allí donde los estudiantes pueden elegir universidad libremente y con información, escogen universidades que siguen estas pautas generales.

La lista de aciertos de las mejores universidades es la lista de los errores de las nuestras. Para empezar (hace falta decirlo), con honrosas excepciones, los mejores investigadores están en las mejores universidades, no en las nuestras. No hay voluntad de estar entre las mejores, y, por lo tanto, no hay un esfuerzo continuado para atraer a buenos investigadores y seleccionar y retener a los mejores. Las trabas administrativas no permiten competir por contratarlos: se les exigiría la homologación del título (un trámite mucho más lento que la naturalización de un futbolista extranjero) aunque fuesen premios Nobel, y no se les podría ofrecer nada más que su propio puesto de trabajo con el salario de un profesor universitario principiante. Es evidente que estas trabas habrían desaparecido hace mucho si las universidades hubiesen estado interesadas en contratar a los mejores investigadores que, en muchos casos, son extranjeros. Otro tanto puede decirse del CSIC, pero no de su homólogo catalán, el ICREA, que está logrando atraer a buenos científicos del extranjero, de otras universidades españolas y del CSIC, que, correspondientemente, los pierde.

Siendo el secreto de las mejores universidades tan sencillo, habría que preguntarse por qué nuestras universidades no hacen lo mismo. Claro que, ¿qué podría impulsar a las universidades españolas a competir por ser las mejores, si su financiación y la afluencia de alumnos (sin información y con poca capacidad de elección) están aseguradas independientemente de los resultados (que, por otro lado, no se evalúan)? Faltan palos y zanahorias en el sistema, que permite, no sólo que no se seleccione a los mejores del mundo, sino que ni tan siquiera se seleccione a los mejores del mercado español.

Dado que el principal problema de la universidad es éste, concentrémonos, pues, en el sistema actual de formación y selección de los investigadores: la llamada carrera investigadora.

En España coexisten dos carreras investigadoras muy diferentes. En la primera, que podemos llamar tradicional, el estudiante que accede a los estudios de doctorado sabe (basándose en los modelos que tiene a su alrededor) que es cuestión de tiempo y de no moverse de su departamento el llegar a profesor. Se evitan las ampliaciones de estudios en otros centros y, con el apoyo de los sindicatos, se legitima el derecho a una plaza permanente ("su" plaza) por tener una temporal (ayudante, asociado) durante mucho tiempo. Antes o después gana una oposición cuyas condiciones le favorecen. Esta carrera es muy conveniente para los que la siguen, pero no conduce a tener buenas universidades.

La segunda carrera investigadora es más reciente en España: tras el doctorado (hecho en España o en el extranjero), los investigadores amplían sus conocimientos a través de estancias en otros países, a veces muy prolongadas (hasta 10 años). Estas estancias están financiadas con becas o contratos que se obtienen en concursos muy competitivos de forma que, en general, sólo los mejores disfrutan de ellas. A partir de cierto momento, muchos piensan en conseguir un trabajo en una universidad o en el CSIC y utilizar allí lo que han aprendido en todos esos años, pero el sistema favorece a los que han seguido la vía tradicional.

Como un primer paso para resolver este problema, hace pocos años se creó el Programa Ramón y Cajal que ofrecía contratos de investigador de cinco años a los que pasaran un proceso selectivo basado únicamente en la calidad científica y en haber pasado un tiempo mínimo fuera de la universidad de origen. El programa está abierto a todas las nacionalidades (¿o es que podemos permitirnos el lujo de renunciar a los Ronaldos de la ciencia porque no son de aquí) con requisitos administrativos mínimos y se le puede considerar, globalmente, un programa modelo, sobre todo a juzgar por sus resultados. Así se ha conseguido traer a muchos jóvenes investigadores excelentes y el programa es conocido y goza de prestigio internacional y todos los años muchos candidatos compiten por una de sus limitadas plazas.

En estos momentos nuestra universidad vive un momento crítico en el que se juega acercarse al modelo de las mejores, o alejarse de él, quizá definitivamente. Los primeros beneficiarios del programa Ramón y Cajal están apurando este año sus contratos sin que, en general, hayan accedido a plazas permanentes, con contratos estables y dignos, con lo cual, a sus más de 35 años, en plenitud de su producción científica, habrán de dejar la ciencia o dejar España.

Pese a todo, la actitud de las universidades ante este problema (que debería de verse más bien como una oportunidad) es inequívoca: prefieren quedarse con los de la vía tradicional. A los beneficiarios del programa Ramón y Cajal sólo se les ofrecen nuevos procesos selectivos cuyos baremos favorecen a los que han seguido la vía tradicional, para llegar a contratos de segunda categoría o bien seguir el largo y penoso proceso de las habilitaciones para las pocas plazas que no han sido desviadas al sistema de profesorado no-funcionario cuyos criterios de selección también les son desfavorables.

¿Razones? Las universidades no necesitan a estos investigadores porque no necesitan salir de la mediocridad. Nadie les exige más (faltan palos) y, al fin y al cabo, hay poco que ganar (zanahorias) y mucho que perder: los investigadores del programa Ramón y Cajal pesan menos en las elecciones a rector que los de la vía tradicional. Hay, además, razones psicológicas que podrían explicar por qué no es que los departamentos no se quieran quedar con estos investigadores, sino que algunos se opusieron desde el mismo principio a que entrasen y tuviesen, quizá, más oportunidades, por méritos, de alcanzar una plaza de profesor.

No basta con entender el problema y sus causas: hay que actuar urgentemente. No podemos permitirnos perder esta oportunidad y provocar una nueva fuga, o más bien despilfarro, de cerebros, dinero invertido y prestigio ganado porque este programa se ha convertido en un callejón sin salida. Hay que reformar pronto la carrera investigadora. Aunque, al final, cualquier sistema es corruptible y sólo una buena dosis de palos y zanahorias basada en evaluaciones por comités internacionales con resultados públicos y libre elección de universidad de los estudiantes apoyada con becas, consiga que las universidades se esfuercen en seleccionar a los mejores de forma autónoma (como la Constitución impone) sin necesidad de la tutela estatal.

Hay que lograr que sean los mejores los que investiguen aquí y enseñen a nuestros hijos. Cada profesor-investigador mal escogido despilfarrará el dinero público 35 años e influirá negativamente sobre 35 promociones de alumnos, y ni estos ni nuestra sociedad se lo merecen. Nos merecemos algo mejor: mejores universidades.

Tomás Ortín Miguel es investigador científico del Instituto de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid/CSIC

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