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Reportaje:

'Asustaviejas', el auge del acoso inmobiliario

Cuando Manuela Pérez Sánchez y su marido, que en paz descanse, se mudaron al número 14 de la calle Pericón de Cádiz, hace más de 22 años, la puerta de la calle se había salido ya de los goznes y estaba, como ahora, abandonada en el zaguán. El tiempo, como un huracán a cámara lenta, se fue encargando después de estropear la cancela, de quitarle peldaños a la escalera, de abombar las paredes y de hundir el suelo de la azotea. A principios de este verano, dos hombres bien trajeados se colaron en la casa. "Lo miraron todo y se pusieron a tomar fotografías de las paredes", explica Manuela aún con el corazón encogido, "sólo al final dijeron que eran técnicos de Urbanismo y que la casa estaba en ruinas. Sacaron unas cintas de plástico y precintaron lo que les pareció". A los pocos días, se presentó el dueño de la finca. Le dijo a Manuela que lo habían llamado del Ayuntamiento de Cádiz y que, efectivamente, cada minuto que ella, su hija Rebeca y su nieto Abraham pasaran allí estarían tentando a la suerte.

El técnico municipal le dijo a Manuela: "Señora, su casa está mal, pero no en ruinas. A usted la han engañado; quienes aquí han venido eran 'asustaviejas"
El término no está en el diccionario. Fue acuñado en Cádiz hace algunos años para designar a un tipo particular de especuladores inmobiliarios
De las tácticas comunes empleadas la más rentable es la declaración municipal de ruina, porque el inquilino se tiene que marchar sin ninguna indemnización
La plaga afecta a muchas ciudades españolas. En Barcelona se creó una oficina al efecto en la que se recibieron el año pasado 415 denuncias

De buenas a primeras, Manuela se imaginó en la calle. Su contrato de renta antigua, que había heredado del marido, le daba derecho a vivir allí por 146 euros al mes siempre que siguiera pagando puntualmente, que no hiciera obras sin el permiso de la propiedad y que el edificio no fuera declarado en ruina. "Pero esto se cae, Manuela", le dijo el dueño, "y cuanto antes te vayas, mejor. Pero no te preocupes, que yo te voy a ayudar. Dame ese contrato [indefinido] que ya no sirve para nada y firma este otro [por cinco años] en un piso que yo te he buscado. Además, te voy a dar una ayudita para la mudanza". Ni qué decir tiene que Manuela firmó.

La casualidad quiso que, a principios de agosto, en plena mudanza, un hombre llamara al timbre del número 14 de la calle Pericón de Cádiz. Enseñó su acreditación como técnico municipal de Urbanismo y Manuela le respondió: "Pero si sus compañeros ya han estado aquí...". El hombre le dijo que no le constaba y Manuela le refirió la historia. Después de inspeccionar el inmueble, el técnico sentenció: "Señora, su casa está mal, pero no en ruinas. Yo creo que a usted la han engañado. Quienes aquí vinieron no eran técnicos, sino asustaviejas...".

La palabra, que aún no está en el diccionario, fue acuñada en Cádiz hace unos años para designar a un tipo muy particular de especuladores inmobiliarios. Son los que se dedican a comprar los edificios más viejos de la ciudad para luego, valiéndose de abogados especialistas en desahucios y de matones disfrazados de técnicos de urbanismo, expulsar a los inquilinos utilizando la presión y el engaño. Por lo general, y de ahí el neologismo, sus víctimas son personas de edad que malviven solas en pisos deteriorados, comidos por la humedad y la carcoma, pero por los que pagan rentas bajísimas en virtud de contratos de alquiler que en muchas ocasiones heredaron de sus antepasados. La palabra está confeccionada en Cádiz, pero la plaga afecta a otras muchas ciudades españolas. Se están dando multitud de casos en Barcelona, donde una oficina creada al efecto por el Ayuntamiento recibió el año pasado las denuncias de 415 vecinos que se consideraban víctimas de acoso inmobiliario. Tras una primera criba, se abrieron 130 expedientes. De ellos, hay pocos casos tan claros como el que tiene a Manuela desconsolada en Cádiz, pero de su estudio pueden obtenerse varias conclusiones. Una de ellas es que hay asustaviejas de brocha fina y otros de brocha gorda. Los primeros son verdaderos artistas del acoso. Se han dado ejemplos de edificios que han sido apuntalados por falsos obreros para que los inquilinos tengan la sensación de peligro inminente y se avengan a negociar su marcha. Los de brocha gorda, empero, prefieren tirar por la calle de enmedio. El caso más llamativo se dio en Neguri, el barrio con más empaque de Getxo, en Vizcaya.

Casa Tangora

El año 2000, un hombre de negocios se fijó en un palacete conocido como Casa Tangora. El edificio, aunque de cinco plantas, estaba dividido en tres viviendas. El empresario compró el piso central, de 300 metros cuadrados. A continuación, pretendió sin éxito adquirir otra parte de la mansión, dicen que con la secreta intención de construir un hotelito, pero sus vecinos se lo impidieron. Fue en 2003 cuando, incapaz de conseguir su ansiado dúplex, el hombre de negocios decidió actuar. Le alquiló su piso por un euro al mes a Dolores Escudero y a su familia, que hasta entonces habían vivido en una caravana. Dolores, loca de contenta, no tardó en instalarse allí junto a sus ocho hijos y sus 15 nietos. Una noche, metieron la furgoneta en el jardín y así dejaron de ser chatarreros itinerantes para compartir barrio con los herederos de la oligarquía vasca. La prensa no tardó en llegar. O, mejor dicho, en picar. La bonita historia de un benefactor de los que ya no quedan y la gitana Dolores fotografiada junto a sus churumbeles consiguió sus buenos minutos de gloria. Hasta que, un año después, un juez dictaminó que aquel alquiler no era más que un caso de mobbing inmobiliario. Dolores tuvo que marcharse, dejando tras de sí un reguero de fogatas en el jardín y tanganas diversas. Al empresario avispado, el juez le ordenó que no volviera a entrar en contacto con sus vecinos de palacete.

La historia de este acosador de brocha gorda no es, sin embargo, representativa de la situación general. Falla, en primer lugar, el perfil de la víctima. En el caso de Neguri, se trataba de una familia joven, instruida, con posibles suficientes como para financiar a un buen abogado durante más de un año de pleitos. En segundo lugar, falla el escenario. Indican los datos que los asustaviejas suelen desenvolverse con más facilidad en ciudades con el corazón enfermo, en barrios donde la degradación se fue adueñando de sus calles. También ha habido casos en los que los propietarios más audaces han llegado a fichar a prostitutas para que se instalen en sus pisos; a inmigrantes que meten por decenas en pisos sin acondicionar; incluso a grupos de okupas... El objetivo es que la degradación vaya haciendo su trabajo. Lo más triste del asunto -y ya lo ha denunciado hasta el Defensor del Pueblo andaluz, José Chamizo- es que las víctimas, como casi siempre, son los más débiles.

De eso saben mucho en Barcelona y también en Cádiz o en Sevilla. Valgan dos apuntes: Cáritas calcula que en Barcelona subsisten más de 80.000 familias, muchas de ellas de avanzada edad, que se las ven y se las desean para pagar el alquiler. El otro dato se refiere a la capital andaluza: según un estudio realizado por un grupo de arquitectos, 492 familias fueron desalojadas durante los últimos cinco años de las casas de renta antigua que ocupaban. Algunas de esas personas tuvieron que abandonar sus casas a la fuerza. Una fue Rosario Piudo, una anciana a la que, literalmente, pusieron en la puerta de la calle. El motivo: dejar de pagar, por error, 39 euros. El juez no tuvo en cuenta que doña Rosario no tenía adónde ir ni que, durante los últimos años, los propietarios del edificio habían abandonado totalmente la conservación del inmueble. "La puerta de la calle lleva meses estropeada", contó Ángel del Río, uno de los últimos inquilinos, "nadie viene a limpiar la escalera a pesar de que pagamos. No funcionan el portero automático y de las cañerías rotas brota el agua durante semanas. Los bajantes están atorados...". Pero doña Rosario no pagó 39 euros y se vio en la calle. Sólo ahora, y merced a la indignación social que provocó el desahucio televisado, acaba de conseguir una cama en el asilo de las Hermanitas de los Pobres.

Declaración de ruina

De los casos denunciados también se puede colegir que los asustaviejas, actúen donde actúen, utilizan tácticas comunes. La primera es intentar una declaración municipal de ruina. Es la opción más ventajosa, porque el inquilino se tiene que marchar sin derecho a ninguna indemnización. "Y por eso nosotros", garantiza Juan José Ortiz, concejal delegado de Vivienda en Cádiz, "nunca jamás declaramos una casa en ruinas".

La siguiente intentona es conseguir que el inquilino se vaya por su propia voluntad, cansado de suplicar sin éxito durante años -a veces durante décadas- que el propietario le arregle las cañerías o unas cubiertas inservibles los días de lluvia. Hay que tener en cuenta además que, en este aspecto, los vecinos se encuentran atados de pies y manos, por cuanto la ley estipula que si realizan obras sin el consentimiento del dueño pueden ser expulsados de la vivienda sin derecho a indemnización. Y si no, que se lo digan a Rosa Viñas.

Es viuda, tiene 78 años y desde 1935 vive en una casa unifamiliar del centro de Sabadell. Su vivienda, construida a finales del siglo XIX, está justo enmedio de otras seis ya deshabitadas. Todas ellas son propiedad de una misma inmobiliaria. Si consigue que doña Rosa se marche, se encontrará con un suculento solar de 600 metros cuadrados en la calle Jardí, justo en el centro de Sabadell. Pero ella sigue resistiendo. Y eso que, desde hace unos años para acá, sostiene en solitario una dura pugna con los abogados de la inmobiliaria. "A mi madre", dice Antonia Casas, la hija de doña Rosa, "le están amargando los últimos años de su vida. Se lo están haciendo pasar muy mal". La primera acometida fue denunciarla ante los tribunales por construir una ducha y un baño en el patio, de enyesar el techo de algunas habitaciones y de alicatar la cocina. La inmobiliaria sostenía que las obras eran posteriores a 1992, pero la señora logró demostrar ante el juez que aquellos arreglos los había hecho su padre, que murió en 1973, por lo que la posible infracción ya había prescrito. Ahora, Rosa Viñas, que está pendiente de más juicios, vive secuestrada en su propia casa. No se atreve a pasar ni un fin de semana fuera. Una vez que lo hizo se encontró con que se había -o habían- hundido el techo de la casa contigua. Pero ella resiste cercada por la ruina y los abogados.

También, aunque a duras penas, se resiste en Cádiz y en Barcelona. Los ancianos, incapaces de luchar en solitario contra algunas inmobiliarias, han terminado pidiendo ayuda a las asociaciones de vecinos. Al principio, tímidamente. A José Lado y a Miguel Iglesias, presidente y vocal de Vivienda de la asociación del barrio gaditano de La Viña, le pedían ayuda con una mala conciencia terrible: "Venía una viejecita y nos decía en voz baja: que no me vean hablando con vosotros, no sea que el dueño se enfade y me eche". Poco a poco, el miedo fue aflorando, se fueron conociendo casos -algunos, como el de Manuela, sangrantes- y se llegó a crear un ambiente de psicosis, de alarma social. Al menos en Cádiz, el asustaviejas es ya heredero por derecho propio de los viejos fantasmas del pasado, de aquel Tragaldabas que se comía a quien bajara la escalera de un sótano o de la Media Carita, que entretenía a los niños en la calle para luego llevárselos por la noche. Hay quien, incluso, le ha puesto nombre y apellidos.

Mala fama

Se llama Enrique Arroyo y es el mayor promotor inmobiliario de Cádiz. De un tiempo a esta parte se le acusa de ser el principal asustaviejas. Llegó de Madrid hace 20 años y ahora, de 10 casas antiguas que se venden en el centro de la ciudad, nueve las compra él. Su mala fama ha ido creciendo en los últimos años. Su negativa a conceder entrevistas alimenta el misterio. Esta semana, sin embargo, concedió una entrevista a este periódico para decir que él no es un asustaviejas: "Tampoco soy una ONG, pero si fuera verdad todo lo que se dice de mí, tendría cola en mi despacho de gente que quiere pegarme. Mi negocio es comprar casas. Me las venden los anteriores propietarios en un estado ruinoso y yo tengo que rehabilitarlas. No lo puedo hacer con gente dentro, por eso intento realojarlos o indemnizarlos. Nunca me han condenado por acoso inmobiliario. Y, para que no se diga, nunca me reúno con una vieja a solas".

Doña Antonia tiene 80 años y todo el ingenio de Cádiz. Enrique Arroyo anda detrás de ella para que deje su piso en el número 24 de la calle Cervantes, una casa palacio del siglo XIX. Pero ella no quiere. Le ha plantado cara y su disputa es seguida con emoción por sus vecinos, más asustadizos. Doña Antonia representa a todos aquellos que creyeron que su contrato de renta antigua les permitiría morir donde lo hicieron sus padres, tener a mano al tendero que les fía cuando la pensión no llega, al ciego que les reserva el número de siempre, al cura que ha ido envejeciendo con sus pecados. El constructor Arroyo le ha ofrecido dinero u otra casa, pero ella no quiere mudarse de barrio. Para doña Antonia, y para tantos otros de su quinta, el desarraigo empieza donde termina su calle.

Antonia Romero, de 80 años, junto a su yerno, en la ventana de su piso del siglo XIX en la calle Cervantes de Cádiz.
Antonia Romero, de 80 años, junto a su yerno, en la ventana de su piso del siglo XIX en la calle Cervantes de Cádiz.EDUARDO RUIZ
Rosa Viñas (a la izquierda), con su hija Antonia, en su casa de Sabadell.
Rosa Viñas (a la izquierda), con su hija Antonia, en su casa de Sabadell.ÓSCAR ESPINOSA

El renovado atractivo de los cascos antiguos

HACE SÓLO UNOS AÑOS, el casco histórico de Cádiz era un museo de la decadencia. Su parecido con La Habana era más cierto que nunca, pero no por la parte del salero, sino por la del abandono. Eran cientos las familias que vivían en lo que allí se llaman partiditos y que técnicamente se conoce por infravivienda: humedad, ruina y hacinamiento. De un tiempo a esta parte, la tendencia ha cambiado y el último censo dice que, por primera vez en mucho tiempo, se ha frenado la diáspora. Al igual que en otras ciudades, han empezado a entrar los obreros. Ante la falta de suelo, las inmobiliarias se han puesto a buscar el futuro donde malvivía el pasado. Algunas empresas -la mayoría, según Guillermo Chicote, presidente de la Asociación de Promotores y Constructores de España- lo hacen con la legalidad por delante. Pero también se dan casos en los que se llega a incurrir en tácticas de acoso. De ello dan fe las cada vez más frecuentes denuncias vecinales. Por si fuera poco, entran en colisión dos mundos completamente distintos y uno de ellos lleva todas las de perder. Lo explica Chicote: "Por un lado, entran en liza comerciales agresivos, gente joven con ganas de labrarse un porvenir rápido en las inmobiliarias; por el otro, gente mayor, sin mucha formación, asustada por lo que se le puede venir encima". El presidente de los promotores dice que no hay nada turbio detrás de las inmobiliarias que se dedican al floreciente negocio de comprar edificios con inquilinos dentro. Este periódico ha intentado saber de sus prácticas poniéndose en contacto con algunas de las que ofrecen sus servicios tanto en prensa como en Internet. Pero no ha sido posible. Éstas son sus respuestas. Renta Antigua: "Nunca hemos dado explicaciones sobre nuestro trabajo". Cartina S. A.: "No nos interesa hablar con usted". Don Piso, perteneciente a Ferrovial: "Preferimos no hablar".

Tanto propietarios como inquilinos tienen cosas que pedir a la Administración. Dice Chicote que ellos necesitan más herramientas legales para poder rehabilitar. Los vecinos piden que no les dejen solos en una lucha desigual.

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