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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Esclavos del azufre

Quedan lugares en el planeta donde la fuerza del trabajo no tiene límites. En la isla indonesia de Java, dos centenares de hombres arrancan con sus manos el azufre del volcán Kawah Ijen y lo transportan a la espalda durante kilómetros por tres euros al día.

Quedan lugares en el planeta donde la fuerza del trabajo no tiene límites. En la isla indonesia de Java, dos centenares de hombres arrancan con sus manos el azufre del volcán Kawah Ijen y lo transportan a la espalda durante kilómetros por tres euros al día.

Hijo y nieto de mineros, Bambang Sutrino lleva tres años trabajando en el infierno del azufre. Acaba de cumplir 27, tiene dos hijos en los que pensar y una tos pegada al pecho que llevará de por vida.

Bambang comienza la angustiosa ascensión por una pared vertical con 280 metros de vértigo. Cada zancada es una victoria
Tarmidi: "De aquí nadie sale vivo. Aquí seguimos pegados al material amarillo… Hasta que nos trague"
Es fácil reconocerlos por sus llagas. Los recolectores viven poco, lo justo para sacar adelante a sus familias

Situado en el extremo este de la isla indonesia de Java, el volcán Kawah Ijen es la única azufrera en el mundo explotada con las manos y en condiciones tan dantescas. En este escenario congestionado por los gases se trabaja los 365 días del año, y los mineros intentan conjugar como pueden las peores formas del verbo sobrevivir.

Junto a dos centenares de obreros más, Bambang ha hecho de este agujero su hogar. Su silueta forma parte del paisaje. El camastro sobre el que descansa le saca de madrugada a una hora intempestiva para emprender la ascensión de los 2.400 metros del volcán. Una vez alcanzada la cima, la primera luz del día deja paso a una vista lunar herida por los gases tóxicos del azufre y recibe a los primeros porteadores que bregan por tomar el epicentro del cráter. Bajan al trote. Se abren paso entre los precipicios como lo harían las cabras. Nada más llegar a pie de obra, cada bracero se afana en arrancar las planchas de azufre pegadas a las paredes que se han ido solidificando con las bajas temperaturas de la noche. Pican hasta el desfallecimiento. Las columnas de humo les van comiendo los ojos, las gargantas se queman y el olor se vuelve tan fuerte que echa para atrás. La mayoría llevan un trapo amarrado a los dientes que les ayuda a filtrar el aire. Se perfora el material a golpe de hierro. Sin nada con qué resguardarse de los 115 grados de temperatura que desprenden las tuberías que conducen el preciado líquido antes de cristalizar. La figura de los recolectores se pierde a menudo entre las nubes del sulfuro. Pero aquí nadie sale corriendo. Aguantan hasta límites insospechados. Las escenas parecen sacadas de otro tiempo.

Aun así, siguen llegando porteadores sin nada que agradecerle a la vida. Con sus camisetas desgastadas por el uso y unos pantalones bailándoles en las cinturas. A las siete de la mañana, la actividad cobra su máxima intensidad. Decenas de hombres invierten aquí sus fuerzas, aunque ninguno de ellos parezca tener las medidas necesarias para este trabajo. Parecen reclusos a la espera de condena.

Bambang comienza la angustiosa as- censión para alcanzar los bordes del cráter. Una pared vertical con 280 metros de vértigo donde cada zancada es una victoria, y cada centímetro que deja atrás, un consuelo. Paso a paso. Midiendo cada uno de ellos para no perder el equilibrio. Cuando, con unas chanclas; cuando, descalzo. Con unos pies acostumbrados a desafiar el terreno. Bambang forcejea bajo la carga y aprieta la dentadura. El balancín no para de chirriar por el peso. Lleva unos 90 kilos a los hombros, casi el doble de su peso corporal. Retuerce la respiración hasta donde puede.

Tras una hora larga de extenuante ascenso, los mineros van alcanzando la boca del cráter. Llegan rotos. Desencajados. El joven Bambang no es dueño de sus decisiones. Ha perdido la mirada de tanto esfuerzo y toma asiento junto a un letrero que prohíbe fumar en el interior del volcán. Tiene el espinazo roto. Partido en dos. Y las uñas y el rostro comidos por el sulfuro. Cae el sudor por su frente mientras aspira un cigarrillo hecho con clavo. Pero apenas hay tiempo para aliviar la marcha. A todos ellos les aguarda un penúltimo esfuerzo para cubrir los cuatro kilómetros que les separan del lugar en el que han de entregar el cargamento. Esta vez bajo el calor tropical. Una vez allí, la báscula se encarga de decidir la recompensa, y un empleado, de hacerla efectiva. Tras engullir dos platos de arroz seguidos y un vaso de leche para aliviar las quemaduras en la garganta, Bambang recoge un recibo por 91 kilos, que más tarde canjeará por apenas tres euros. Con la saliva colgando todavía de la boca y al límite de sus posibilidades, el joven vuelve otra vez al infierno del cráter por segunda vez en el mismo día. De nuevo al tajo. A picar. A portear otra vez una carga endemoniada. Hasta que las fuerzas aguanten y caiga la luz del día. Sólo verlo regresar da pena. Contemplar de nuevo su trabajo corta el aliento.

De todos los volcanes activos que arañan la geografía indonesia, el Kawah Ijen es la gallina de los huevos de oro. Sus entrañas son a todas luces un negocio. Una fábrica que abrió sus puertas en el año 1968 sin tener que invertir una sola rupia para su explotación. Sin maquinaria. Tan sólo fuerza humana dispuesta a arrebatarle el preciado metal a la naturaleza y un oficinista para pagar los esfuerzos. En esta azufrera, las fumarolas liberan dióxido de azufre con una pureza del 95%, y se obtienen a diario entre 10 y 12 toneladas de material.

Situado en un extremo de la isla de Java y cercano a la ciudad de Banyuwangi, su nombre en lengua nativa significa "cráter verde". El atractivo de los alrededores no tiene límites: senderos de cafetales, vegetación exuberante, teca por todas partes… Hasta que los labios del gigante recortan de golpe tanta belleza junta y muestran su lado más violento. El embudo de 650 metros de diámetro y sufrimiento contiene 38 millones de metros de ácido sulfúrico y clorhídrico que colorean la laguna interior. La red de tuberías de hierro pegadas a las paredes del cráter para canalizar las fumarolas y acelerar la formación del azufre perfila el resto.

Las esquirlas amarillas en el suelo le indican nuevamente la bajada al joven Bambang Sutrino, que ya está de vuelta. Los gases y las espesas pilastras de humo van y vienen a voluntad del viento, a la vez que se encargan de entorpecerle aún más el descenso. A medida que avanza, el aire se vuelve maldito. Una atmósfera sofocante y nociva envuelve a cada uno de los mineros que se le han adelantado. Tosen a cada instante y el humo acaba por atragantarles. El trapo en la boca es su única medida de protección. Botas, guantes y máscaras de gas no están al alcance de esta gente. El cráter es una olla a presión que amedrenta. Una especie de tubo de ensayo donde se rebasan los límites de lo intolerable. Condiciones infrahumanas de trabajo allá donde se dirija la mirada.

Aquí no ha cambiado nada desde los inicios. Sólo los dueños. Tras las fuertes disputas por la explotación y beneficios entre las comarcas limítrofes, la Armada Nacional decidió asignar la concesión a la compañía P. T. Candi Ngrimbi para el blanqueo de la caña de azúcar. Pero los esfuerzos se siguen subastando como el primer día. Las vidas se siguen quemando al ritmo que utilizan las barrenas para morder el azufre. Todavía hoy recorren la misma distancia que cuando comenzó la producción y el peso sobre los hombros: entre 80 y 100 kilos por trayecto.

Los porteadores trabajan a destajo. Sin contrato ni convenio que les regule. Desconocen las normas de seguridad e higiene, y la media de vida no va más allá de los 45 años. Son muchos los agricultores que intentan la gesta del azufre para paliar la miseria que les persigue, pero a la mayoría el peso les hace desistir. Y a esta tragedia colectiva hay que sumar el historial del Kawah Ijen. Siempre marcado por las desgracias. Cinco enormes erupciones han llegado a vaciar el lago de ácido, acuñando decenas de víctimas en el fondo, destrozando hogares y sepultando campos y cultivos.

La permanente actividad volcánica y la dureza del trabajo se cogen de la mano en los márgenes de la isla. En ocasiones se prohíbe el acceso al volcán en un radio de cuatro kilómetros, bien por los gases tóxicos que inundan por completo la boca de este coloso de la naturaleza, bien por las enormes burbujas de ácido que se van formando en la laguna. Pero nada de esto impide que los hombres bajen al hoyo. "Ahí dentro está el plato de comida", dice Tasripan Tarmidi, uno de los decanos de esta maquinaria humana.

Tiene 41 años, los bronquios quemados y parte de las falanges borradas de los dedos de las manos. Por su aspecto parece haber pasado ya la jubilación. Lleva 25 picando azufre y al día de hoy no tiene nada que le pertenezca. Tan sólo familia numerosa en Tanah, un pueblo a 17 kilómetros conocido por las generaciones de porteadores que ha sacrificado. Tasripan fue uno de los pocos que sobrevivieron a la erupción de 1989, y que dejó una lista de 25 mineros muertos por asfixia. Él mismo se encargó de ir separando a los vivos de los muertos. "De aquí nadie sale vivo", dice Tarispan Tarmidi. "Cada uno de nosotros ha intentado buscar una salida a la realidad. Pero aquí seguimos pegados al material amarillo… Hasta que nos trague", dice acompasando el jadeo con palabras.

Un 'oro amarillo' que, dependiendo de la cotización de la rupia indonesia, se paga entre dos y tres céntimos de euro por kilo. Sólo los más jóvenes y fuertes pueden llegar a los cinco o seis euros diarios, cuando tienen fuerzas para volver por segunda vez y poner una nueva mercancía delante del encargado de las cuentas. Nada más hacerlo, ésta multiplica su precio por siete. Y ahí le pierden la pista. Tras el proceso de refinamiento, el producto acaba en las azucareras; en las fábricas de explosivos, de fósforos y fungicidas. Pero es en la industria cosmética y los laboratorios farmacéuticos donde el género adquiere un valor impensable para estos esclavos del azufre.

A Mamam Nyoman, Dios le ha hado cuatro hijos varones, pero no está dispuesto a que el Kawah Ijen los reclame y se los quite. "No desearía ver a ninguno de mis hijos trabajar en esta olla. Por nada del mundo. Ya estoy yo para ir dejando la salud y el pellejo por todos ellos", aclara este obrero mientras sale a tomar aliento y cambia de pared para seguir picando. Mamam sabe de qué habla. A él también le tocó vivir la tragedia hace 16 años e ir sacando a las víctimas. Todavía hoy le quedan líneas de sufrimiento en el rostro cada vez que tira del recuerdo.

Mamam tiene 38 años. Todos ellos abiertos en canal. Y lleva 22 recogiendo azufre en este agujero a vapor que no para de reclamar mártires. Yugulando la respiración. Buscando una piedra segura. Y midiéndolas. De ello depende su existencia. No lleva grasas encima. Su físico es menudo. Calza un 37 y se sostiene con unas piernas de alambre. Pesa unos 48 kilos y no sobrepasa los 156 centímetros de estatura. A pesar de todo es capaz de acarrear un centenar de kilos a la espalda cada día. "Nuestro trabajo es como ir caminando durante años por una línea continua pintada en el suelo. Cargados y sin poder salirte de ella", describe este hombre cruzado por unas cuantas cicatrices antiguas y las manos y los pies quemados.

No sabe leer ni tampoco escribir. Solamente su nombre, y torcido. La escuela la ha visto sólo por fuera. No conoce otra cosa que no sea el color y el olor del azufre. Un material preciado que le da de comer. Lleva ocupado desde los 12 años. La miseria en su familia le hizo cambiar los campos de arroz por las profundidades de esta jaula. Le cuesta sacar las cuentas, pero por su "hoja laboral" en la azufrera lleva recorridos unos 160.000 kilómetros a pie, 27 veces la distancia entre París y Nueva York, y sus espaldas han facturado millón y medio de kilos del mejor azufre, el equivalente al peso de 29 aviones Boeing 737-200.

Aquí no se conocen las fiestas ni los descansos. Nadie protesta. Todos aceptan la labor que tienen por delante. Y si no se trabaja, no se cobra. Este hombre flacucho no ha dejado de bajar ni un solo día al socavón. "Cuando tenemos fiebre alta, también seguimos trabajando. Es la única manera de que nuestros hijos llenen los estómagos y vayan a las escuelas. Que tengan una oportunidad". Olvida Mamam que de un tiempo acá la salud apenas le respeta. La tiene echa pedazos. Los continuos ataques de asma acaban por asustar. En ocasiones, la tos que tiene arrastra vómitos, y éstos le obligan a detener el paso y la labor. A pesar de tanta hostilidad junta confiesa no sentirse estafado por la vida. Los cinco euros de media que gana a diario doblan el salario mínimo de este país y triplican la nómina de la mayor parte de los campesinos que laboran a jornal.

Incapaz de hacerse con un trozo de tierra, Mamam no ha tenido más remedio que seguir pegado al volcán y a su desgracia. Algo que ya le era familiar: su padre también dejó aquí todas las energías. Es consciente de que por azar genético le ha tocado vivir esta tortura, y su dedicación no le ha dejado tiempo para levantar la mirada más allá de sus caminatas. Sólo sabe trabajar hasta consumir las fuerzas, e insiste en que hará lo imposible para que nadie de su familia se acerque por este lugar.

Mamam duerme de alquiler y al abrigo de las cenizas, no muy lejos de su condena. Descansa el cuerpo en un sucio saco de yute estirado en el suelo que no da para tejer fantasías ni nada que se le parezca. Una estancia que más bien parece estar adecentada para las mulas y donde se aprietan unos cuantos mineros por falta de espacio.

Cada tres semanas se acerca a su aldea de Kebun Dadap, situada a 75 kilómetros, para llevar dinero a los suyos y reponer fuerzas en 24 horas, aunque parte del tiempo lo pone a disposición de unos parientes más pobres que él y en lo que queda de un arrozal. Su casa apenas mantiene la verticalidad. El tejado es de uralita, y las paredes, de estera y cartón prensado a golpes de martillo. Las puntas asoman por todas partes, y las paredes están pintadas de rojo para esconder la suciedad. Mamam aspira ahora a comprar un terreno y echar hormigón. Es su ilusión. A pesar de no haber podido engancharse todavía a la luz eléctrica, está orgulloso. Con su salario, la familia ha dejado de comer una vez al día para hacerlo dos.

Bambang, Tasripan, Mamam y el resto de esta pequeña legión de porteadores conforman el último eslabón de la familia humana. Es fácil reconocerles por sus llagas y mataduras en cuellos y hombros. Pero mientras haya sustancia amarilla que recoger seguirán dejando aquí sus vidas. Sobre todo cuando por estas latitudes el sudor humano sigue siendo más rentable que el de cualquier animal.

Los recolectores de azufre viven poco tiempo. Lo justo para sacar adelante a sus familias. Siempre habrá desgraciados dispuestos a reemplazarlos. A seguir esculpiendo los cuerpos de azufre. A matar los pulmones con los vapores de sulfuro. A calcinar la vista en este horno donde no hay con qué respirar. El oro amarillo seguirá matando a unos y enriqueciendo a otros. Eso sí, todos rezan a la naturaleza cada día. Poco antes de bajar al hoyo. Ninguno de ellos sabe si volverá a subir.

El esfuerzo para sacar el azufre del cráter es sobrehumano. Llevan a la espalda hasta 100 kilos de material.
El esfuerzo para sacar el azufre del cráter es sobrehumano. Llevan a la espalda hasta 100 kilos de material.JAVIER RODRÍGUEZ GÓMEZ

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