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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Modernos ultramontanos

Ya se sabe que después de la borrachera viene la resaca. Así, tras la embriaguez posmoderna, mientras unos se pasan con armas y bagajes al realismo y a un verismo bastante ramplón, abandonan a Saussure y a Lévi-Strauss y se extasían con Pinker, Penrose o Dennett (que entiendan algo de lo que leen es otra cosa) o contratan al profesor Bunge como guardaespaldas, otros redescubren una vertiente ideológica que llaman "antimoderna", que, como el Lado Oscuro de la Fuerza o la Missing Mass de los nuevos metafísicos, coexistiría con la modernidad de la Ilustración y el progreso. Ésta es, en resumidas cuentas, la propuesta de Antoine Compagnon: reconstruir el hilo de la crítica a la modernidad prescindiendo de los tópicos del progresismo, desde Chateaubriand hasta Roland Barthes. Cuestionar la modernidad sin repetirla, como hacen los posmodernos.

¿Hay algo novedoso en este redescubrimiento? Fuera del puñado de eslóganes -"los antimodernos son los modernos en libertad", "los antimodernos son los verdaderos modernos", etcétera-, el trabajo de Compagnon es una historia comparada de las ideas de la Francia decimonónica donde desfilan Chateaubriand, Baudelaire, Huysmans, Flaubert, Bloy, de Maistre, Proust, Gobineau o Bonald, entre otros, para mostrar lo que siempre estuvo allí: la típica carcundia de la cultura de la Restauración que los marxistas llamaban "ideología burguesa". Imposible saber hasta qué punto piensa Compagnon que esta ideología sobrevivió a la crisis escéptica de comienzos del siglo pasado y a la consolidación de la sociedad y la democracia de masas del capitalismo contemporáneo porque, extrañamente, la edición española sólo contiene las secciones dedicadas al siglo XIX y ha cercenado los apartados dedicados a los autores del siglo XX que sí están en la edición original francesa. En esta carcundia se encuentran los mismos aires del horror de Ortega por las multitudes, o la inconsistencia del anglomaniaco Borges, que presumía de haber leído el Quijote en inglés al tiempo que sostenía que la democracia era una superstición.

Dejemos a un lado la tentati

va de recrear una "moderna antimodernidad" y la solapada intención de reflotarla con espíritu crítico; el trabajo de Compagnon -un ingeniero llegado a la teoría literaria y la historia de las ideas bajo la influencia de Roland Barthes y formado en el rigor de la investigación en la Universidad de Columbia- tiene no obstante la virtud de restablecer algún orden en el juicio histórico sobre este legado de la cultura francesa del XIX que tanta importancia tiene para comprender el conservadurismo contemporáneo. Con gran pericia estudia los seis atributos característicos de esta tradición "antimoderna": la disconformidad con el presente tan bien ejemplificada con Chateaubriand, que admiraba el genio de Napoleón pero no soportaba su condición advenediza, igual que le pasó a Jünger con Hitler, el pesimismo, cuya impronta también se observa en Schopenhauer, la repulsa de la Ilustración, la deriva religiosa, la estética de la sublimidad y el estilo imprecatorio, pautas comunes a estos franceses católicos, ultramontanos, elitistas y antiliberales, en cuyos escritos se encuentran sin embargo contradicciones fascinantes y enormemente fértiles para comprender muchos de los problemas actuales, lo mismo que en la obra de otro reaccionario genial: Friedrich Nietzsche. Y, aunque es verdad que, como ocurre con casi todos los ensayistas franceses, Compagnon sólo se ocupa de su tradición nacional para, de inmediato, generalizarla, ya era hora de que se reconstruyese esta ideología que aflora como un síntoma reprimido en el discurso de las derechas. O de que alguien desmontase la mistificación benjaminiana del Baudelaire moderno o la idea de que Joseph de Maistre es lo mismo que Fraga Iribarne.

Un ejemplo, este espíritu recalcitrante, aunque de conmovedora humanidad, se encuentra en la selección, también publicada por Acantilado, del Journal de Léon Bloy, escritor maldito y católico fundamentalista que inspiró a Jacques Maritain. No sabemos con qué criterio se han expurgado los ocho volúmenes originales -el responsable de la edición no lo explica- pero es una encomiable decisión haberlo publicado aunque sea en forma parcial. Tres son las notas sobresalientes de esta deprimente bitácora que Jünger leía en pleno colapso de Alemania al final de la guerra: por una parte, la melancolía y la constante advocación de la soledad y el desamparo del individuo en la naciente sociedad tardomoderna. Por otra parte, la sorprendente contradicción entre el fanático catolicismo de Bloy y el rencor y el odio de las amargas anotaciones que dedica a sus semejantes, por cierto, muy poco cristianas. El resentimiento de Bloy no se fija límites ni jerarquías: sus blancos pueden ser los burgueses propietarios y comerciantes que lo persiguen para que pague sus deudas, pero también sus colegas intelectuales y hasta las criadas, cuando le reclaman sus jornales atrasados. Ni siquiera su mentor, Barbey d'Aurevilly, se salva de su resentimiento.

Y por último, la vida moderna en el cambio de siglo, que se expone aquí en toda su sordidez. El desdichado Bloy, escritor fracasado y constantemente perseguido por el hambre, el frío y los acreedores, traza el retrato en negativo del intelectual que alcanza la emancipación al precio de sufrir miseria y desamparo.

Los antimodernos . Antoine Compagnon. Traducción de Manuel Arranz. Acantilado. Barcelona, 2007. 252 páginas. 20 euros. Diarios (1892-1917). Léon Bloy. Edición y traducción de Cristóbal Serra. En colaboración con Fernando G. Corugedo. Acantilado. Barcelona, 2007. 745 páginas. 29 euros.

Terraza parisiense del Deux Magots, en los años veinte.
Terraza parisiense del Deux Magots, en los años veinte.AFP

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