Rosset y la alegría

En cuanto se toman los caminos que recorre Clément Rosset (Carteret, Francia, 1939) nunca se tarda mucho en dar con la alegría. En Lejos de mí irrumpe al final a través de los versos del hermoso epitafio de Martinus von Biberach: "Vengo de no sé dónde, / Soy no sé quién / Muero no sé cuándo, / Voy a no sé dónde, / Me asombro de estar tan alegre". El objeto singular es un elemento esencial de la parte tercera, donde aparece como una experiencia que muestra un pensamiento sin segunda intención: la alegría aprueba la existencia y lo hace al estimar que lo real es suficiente. Que no hace falta más. Desde hace ya años, Clément Rosset ha renunciado a librar una gran batalla. Prefiere las incursiones guerrilleras. Su gran tema es el de siempre, lo real y su doble. Y su vocación, la de desarmar el programa de la metafísica. En El objeto singular dice que la filosofía a veces procede con demasiada lentitud, y que a veces es necesaria la precipitación, "pues hay urgencia en saber si la existencia es o no deseable, cuestión cuya resolución marca, en suma, el fin de la investigación filosófica". Por tanto, Rosset dispara. Textos breves, fulgurantes, asaltos intempestivos. Y su blanco es poner en duda esa manera de proceder que parte de la convicción de que existe un mundo y de que luego hay otro, el de la duplicación de lo real, que lo explica, que le da sentido, el que lima sus asperezas y catástrofes, su íntimo desorden e ininteligibilidad.
Lejos de mí
Clément Rosset
Traducción de Lucas Vermal
Marbot Ediciones. Barcelona, 2007
93 páginas. 12,50 euros
El objeto singular
Clément Rosset
Traducción de Santiago E. Espinosa
Sexto Piso. Madrid, 2007
132 páginas. 16 euros
Rosset ha renunciado a librar una gran batalla. Prefiere las incursiones guerrilleras. Su gran tema es lo real y su doble. Y su vocación, desarmar el programa de la metafísica
Publicado originalmente en 1999, el breve ensayo Lejos de mí se ocupa de machacar la idea de que, más allá de la identidad social, existe en cada hombre (aunque sea un tanto escondida) una identidad personal. Esa vieja leyenda de que detrás de esa identidad que surge del trato con los demás, y que se considera falsa, una máscara llena de apaños y concesiones y sujeta a diferentes compromisos, hay un reducto donde se aloja la verdad de cada uno, aquello que da sentido a las propias peripecias y que llena de intenciones cada acto, cada decisión, cada paso que damos.
No hay tal cosa, dice Rosset. "Lo que hace las veces de la identidad es pues un puzle social, que es tan abigarrado como inexistente la imaginaria unidad que debía sostenerlo". Así que la identidad social es la única identidad real. "No estamos hechos más que de piezas añadidas", cuenta Rosset citando a Montaigne. Y pone el ejemplo del camembert, diciendo que podría conocer el sabor de los otros quesos, de poder probarlos, pero que del suyo no tendría nunca ni idea, por muchos mordiscos que se diera.
El objeto singular es otro breve ensayo, aún más antiguo, de 1979. Hay una idea que recorre el texto: "Todo lo que es absolutamente real -es decir, extranjero a toda representación- es también absolutamente singular; y todo lo que es singular se muestra rebelde a la interpretación". O lo que es lo mismo: "El objeto real es en efecto invisible, o más exactamente incognoscible e inapreciable, precisamente en la medida en que es singular, esto es, en la medida en que ninguna representación puede sugerir su conocimiento o apreciación mediante la réplica".
Estamos en el corazón de su gran tema, el de lo real y su doble, y de nuevo Rosset pone en marcha distintas estrategias (acercarse al objeto terrorífico, al objeto del deseo, al cinematográfico y al musical; tratar del aburrimiento, la risa, lo cómico o el amor) para mostrar la esterilidad del empeño de construir ese otro que ha de dar cuenta de lo real. El prodigio de lo real es el de su existencia nacida de nada y que no se inspira en ningún modelo. Y de ahí el carácter ilusorio de construir un doble para otorgarle sentido a lo real, acaso para mejor tragar el diagnóstico de que "el ser humano habita un mundo en el que no hay historia, en donde no pasa nada". Y es precisamente ahí donde surge la alegría, ese saber que conoce lo más trágico, y que es "un regocijo con respecto a lo simple que no experimenta la necesidad de llamar a lo otro para autorizarse su gozo".

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