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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El grito de alarma

Cuando un ave descubre la presencia de un halcón, lanza un grito de alarma para prevenir a sus compañeras. El grito permite a éstas que escapen volando, pero también atrae la atención del halcón, poniendo así en peligro la vida del ave vigía. En términos humanos, su conducta se asemeja a la de un mártir, sacrificándose por los otros. A veces, sin embargo, el halcón no descubre o no logra atrapar al ave que ha lanzado el grito de alarma y parte en busca de otras presas. Sola en las ramas, el ave vigía tiene ahora a su disposición todas las frutas y semillas que antes debía compartir con la bandada. El ave aprende la lección y ocurre entonces que, en épocas de escasez, lanza un grito de alarma sin que haya ningún halcón a la vista. Nuevamente, sus compañeras parten y el ave queda dueña del festín. El magnánimo gesto se ha convertido en egoísta estrategia.

Dawkins reconoce que, al hablar de genes y de ordenadores, emplea un lenguaje inventado para nuestras propias actividades

¿Qué ha sucedido? ¿Miente el ave que procede como un corredor de bolsa poco escrupuloso? De ninguna manera, responde Richard Dawkins. "Cuando un sistema de comunicación evoluciona", dice, "siempre existe el peligro de que algunos individuos harán uso del sistema para beneficio propio. Como hemos sido educados según el punto de vista evolucionista del 'provecho de la especie', con naturalidad pensamos, ante todo, en mentirosos y embaucadores como pertenecientes a una especie distinta: animales rapaces, presas, parásitos... Sin embargo, debemos suponer que, cuando los intereses de genes de individuos distintos, incluyendo individuos de la misma especie, divergen, habrá mentiras y embustes, y la explotación egoísta de la comunicación. Como veremos, debemos contar con que los hijos engañen a los padres, los maridos a sus mujeres, y los hermanos a los hermanos".

Para Dawkins, todo comienza con ese conjunto de moléculas autoreproductivas que llamamos genes. Para protegerse y aumentar las probabilidades de reproducción, estos genes construyen "fortalezas" más o menos complejas, desde la ameba hasta la encina y el ser humano. Imaginar (saber) que somos la eficaz coraza de este gen determinado y determinante es a la vez una satisfacción y un consuelo, puesto que los laberintos de la metafísica, las angustias de la filosofía, los encantos de la religión y del arte, encuentran en las afirmaciones de Dawkins raíces de una solidez que anteriormente eran para mí inimaginables.

Si nuestra existencia se justifica como un instrumento para la supervivencia de los genes (y nada me incomoda saberme a mí mismo la creación de un ínfimo dios a quien, como aquél más grande soñado por Nietzsche, nada le importa la felicidad o la miseria de sus criaturas), entonces nuestra conciencia, la conciencia que tenemos de nosotros mismos, es sólo una calidad más para mejorar la eficacia de tal instrumento. Dawkins explica la existencia de nuestra autoconciencia a través del ejemplo de los ordenadores capaces de jugar al ajedrez. Un programa electrónico no puede incorporar todas las jugadas posibles que son, al decir de Dawkins, más numerosas que "átomos hay en el universo". Todo lo que puede hacer un técnico de programas, "como un padre enseñándole al hijo a jugar al ajedrez", es indicarle a la ordenadora los movimientos básicos, no por separado, no para cada posición inicial posible, sino en términos de ciertas reglas abreviadas. A partir de allí el ordenador funciona por sí mismo, aprendiendo a través de la experiencia del juego cuáles tácticas son las buenas y cuáles las malas. Para esto, no necesita estar frente a un verdadero adversario: el programa permite al ordenador "imaginar" las jugadas y proceder "como si" estuviese disputando una verdadera partida. Imaginación, entonces, es la habilidad que hemos desarrollado para mejor aprender a proteger nuestros genes tutelares.

Simplifico y, al hacerlo, sin duda distorsiono la esclarecedora inteligencia de este libro. También su humildad. Dawkins reconoce que, al hablar de genes y de ordenadores, emplea un lenguaje que hemos inventado para nuestras propias actividades. Este lenguaje es, a lo sumo, metafórico y constantemente transgrede la verdad de lo que intenta definir. Un gen no "intenta" nada porque no posee volición; una computadora no "aprende" porque ello implicaría una experiencia sensible. Sin embargo, estos son los vocabularios de los que disponemos y, para al menos atenuar o corregir tales excesos, Dawkins frecuentemente cambia de metáfora cuando advierte el peligro de hacer una declaración falsa o engañosa, y añade excepciones y advertencias para no caer en el mero dogma. Pocos son los filósofos y teólogos (mucho menos los novelistas y poetas) que se imponen tal rigor, ellos que debieran ser los más conscientes de los límites y flaquezas de la palabra.

Dawkins imaginó la noción del "gen egoísta" hace treinta años, cuando su libro tuvo, al menos en el mundo anglosajón, una acogida crítica entusiasta. Tardío en mis descubrimientos, acabo de leer The Selfish Gene en su edición del 30º Aniversario y siento lo que deben haber sentido los primeros lectores de las teorías de Copérnico: las cosas ya no ocupan, en mi pensamiento, el mismo lugar en el universo que antes. Dawkins ha transformado mi visión del mundo. Me ha dado un nuevo punto de partida o, para ser exacto, un punto de partida que, por primera vez, he sentido como intelectualmente satisfactorio. No me sorprende que los creacionistas, para quien El origen de las especies es obra del demonio, despotriquen contra Dawkins, un legítimo heredero de Darwin.

Richard Dawkins. The Selfish Gene. Thirtieth Anniversary Edition (Oxford University Press) / El gen egoísta (Salvat).

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