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Columna
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Acelerar en punto muerto

José María Ridao

La remodelación ministerial podría quedar en un episodio aislado si el nuevo Gobierno sigue una de las líneas que más desgaste causó al anterior, obsesionado con lo que convenía decir más que con lo que debía hacer. Los dos años perdidos en la gestión retórica de la crisis han dejado el poso de una automática desconfianza hacia los planes económicos que envuelven en nombres ampulosos la vaguedad de sus contenidos, que nadie se esfuerza en concretar. De ahí que la insistencia en que el nuevo Ejecutivo es el de la comunicación, no el de la acción, haga temer que sus efectos sobre el estado de ánimo del partido socialista y de su electorado potencial dure exactamente el tiempo que la novedad del cambio deje de serlo.

El anterior Gobierno se obsesionó con lo que convenía decir más que con lo que debía hacer

Por lo pronto, desde el Gobierno se ha hablado de repensar el Estado de bienestar, una fórmula no menos genérica, no menos ampulosa, que la de transformar el modelo productivo. Por mucha comunicación que se aplique a uno u otro objetivo -por lo demás, perfectamente plausibles y hasta deseables en el largo plazo-, nunca se cumplirán a tiempo para que el partido socialista recupere el terreno electoral perdido en lo que va de legislatura, en especial desde el giro de la política económica en mayo pasado. Durante las dos últimas décadas España ha vivido por encima de sus posibilidades, y lo que ahora está perentoriamente en juego es cómo se reparten los costes de aquellos excesos. Es ahí, en el reparto de los costes y no en los eslóganes elaborados con la vista puesta en la comunicación, donde tendrían que percibirse las diferencias entre la respuesta del Partido Popular o, al menos, lo que se puede intuir de ella, y la que el Gobierno parece buscar a tientas.

Entre conservar la baza de la remodelación como eventual respuesta a un mal resultado de los socialistas en las elecciones catalanas, o utilizarla de inmediato en un intento de recuperar la confianza de los votantes, se ha impuesto esta última opción. Seguramente porque era la correcta. Pero lo era a condición de interpretarla como una ocasión, no para comunicar mejor, que es un objetivo incontestable sea cual sea la circunstancia, sino para anticipar desde un mayor margen de maniobra las reformas que, de otro modo, habrían de llevarse a cabo con la misma precipitación que las anteriores. Y también con los mismos efectos políticos, que a punto han estado de convalidar la estrategia de plácida espera adoptada por los populares. Desde mayo al momento de la remodelación ministerial, el Partido Popular se ha limitado a dirigir contra la cabeza del Ejecutivo, ignorando a los ministros, el creciente malestar de los ciudadanos por la situación económica.

Si este Gobierno se confirmara como el de la comunicación y no como el de la acción, la única novedad previsible en la política española sería que el Partido Popular ampliaría el número de dianas contra las que dirigir sus invectivas. Nada se habría ganado excepto la multiplicación del ruido, mientras la situación económica seguiría haciendo su labor de zapa. Puede que, en el mejor de los casos, el Ejecutivo lograse imponerse en el terreno de la comunicación; lo más que habría conseguido sería provocar un espejismo que acentuaría la desafección de la política, porque es en el de la acción donde lo juzgarán los ciudadanos. Y puesto que la acción es responsabilidad exclusiva del Gobierno, nada impediría que la oposición siguiera como hasta ahora, rentabilizando de manera oportunista el silencio sobre la política económica que defiende y, simultáneamente, el estruendo contra cualquier portavoz del Ejecutivo que tomase la palabra para lanzar los nuevos eslóganes.

Cuanto antes los ciudadanos deberían saber qué reformas son las que se propone emprender el nuevo Gobierno y con qué medidas concretas espera repartir equitativamente los costes, distanciándose de un Partido Popular que guarda sobre ambos asuntos un inquietante silencio. Eludir esta doble tarea equivaldría a convertir la iniciativa política finalmente recuperada en lo que, aplicado a ciertos modos retóricos, la excepcional inteligencia de Tomás Pollán define como acelerar en punto muerto. Este es exactamente el riesgo, el de realizar un resonante, atronador, potentísimo acelerón en punto muerto, que se cierne sobre la remodelación ministerial si el nuevo Gobierno se decanta por seguir la línea que más desgate causó al anterior, obsesionándose con lo que conviene decir más que con lo que debe hacer. Hace mucho que el tiempo para los Gobiernos de comunicación quedó atrás; el que ahora se impone es el de los Gobiernos de acción, y nada impide, por el momento, que este pudiera serlo.

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