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Columna
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Almudena y los uniformes

Fue el viernes noche en la FNAC, se presentaba la novela de Almudena Grandes Inés y la alegría, primera entrega de los Episodios de una Guerra Interminable. En el estrado, junto a la autora, oficiaba Javier Rioyo, que abría los turnos de comentarios y pautaba las lecturas escogidas a cargo de Juan Diego Botto y de Aitana Sánchez Gijón. Hubo también canciones y milicianos de atrezo para mejor ambientación, y una multitud que escuchaba en fervoroso silencio. Allí se oyeron las palabras que la novelista ponía en boca del jefe de la unidad que, en 1944, hizo su entrada en el Valle de Arán, conforme a los planes de Jesús Monzón. Iban a iniciar la guerra de vuelta, la que recuperaría para la Segunda República el territorio perdido de todas sus derrotas.

Con falsos pacifistas nos deslizaríamos al regreso atroz de los señores de la guerra

Para la novela era el 2 de julio de 1944. Habían entrado en la plaza de un pueblo de Haute Garonne, y el que estaba al mando decía así. "¡Enhorabuena, camaradas! Enhorabuena y gracias a todos. Hemos ocupado esta posición sin bajas mortales ante un enemigo numéricamente superior, pero nuestro camino no termina en París. Nosotros no somos soldados de fortuna. No somos mercenarios, no somos forajidos, no somos bandoleros ni salteadores de caminos. ¡Nosotros seguimos siendo el Ejército de la República Española!". Y continuaba: "Mañana vamos a salir de este pueblo desfilando como lo que somos, el Ejército Popular de la República Española. A partir de este momento, no quiero ver a un solo soldado sucio, despeinado o sin afeitar. No quiero ver un solo botón descosido, ni un tirante suelto, ni una bota con los cordones al aire. Al que no tenga un aspecto digno de sí mismo y de sus compañeros, lo arresto 15 días".

Mientras escuchaba, venían a mi recuerdo las páginas de Manuel Chaves Nogales en su libro A sangre y fuego. La toma del Cuartel de la Montaña, el 19 de julio de 1936, después de la entrega de las armas al pueblo. Fue el momento en que la Segunda República firmó su derrota militar. Enfrentada a unos profesionales sublevados, renunciando a servirse de los profesionales que habían optado por permanecer leales, algunos de los cuales lo habían sido a prueba de balas y fueron los primeros en ser asesinados por sus compañeros alzados, conforme a las directrices de violencia extrema, dictadas por el general Mola. La lista de los generales y jefes pasados por las armas en el momento del alzamiento incluye a Batet, Molero, Fernández Villa, Salcedo, Campins, Núñez de Prado, Caridad Pita, López Viota, Mena, Gómez Caminero, Romerales y tantos otros. Los sublevados aplicaron el Código de Justicia Militar invertido, considerando a los leales reos del delito de rebelión militar. Inauguraban así una nueva legitimidad sangrienta. Recordemos que antes tuvieron la opción de sumarse a los alzados pero rehusaron hacerlo, al precio del paredón o del pistoletazo en el propio puesto de mando.

En la calle se instaló la sospecha generalizada sobre los militares de uniforme y sobre los uniformes mismos. Pero los uniformados de enfrente demostraban una eficiencia mucho mayor y avanzaban desde Sevilla, Segovia, Pamplona y tantas otras capitales. Entre julio y septiembre, los milicianos improvisados, sin instrucción, sin encuadramiento bajo mandos competentes, sin uniformes, retrocedían a la carrera, abandonando las armas para hacerlo más deprisa. Los moros, que figuraban como tropas de choque en la vanguardia rebelde, solo fueron detenidos en la Ciudad Universitaria cuando la defensa se puso en manos de profesionales que pudieron hacer eficaz el heroísmo disponible. Luego vinieron los intentos de reorganización de las fuerzas, su instrucción previa, la habilitación técnica de los mandos y la debida uniformidad. Así llegamos a la escena de 1944 ante el valle de Arán, donde el aseo personal y el cuidado del uniforme se invocan como prendas que transforman una mesnada en una unidad militar digna que merece respeto. Es muy relevante observar todas las definiciones sucesivas, cuya aplicación rechaza quien está lanzando allí la arenga -ni mercenarios, ni forajidos, ni bandoleros, ni salteadores de caminos-, y cómo es la uniformidad la que ahuyenta esas degeneraciones.

Michael Ignatieff, en su libro El honor del guerrero, nos lleva a la reflexión acertada frente a los falsos pacifistas con quienes nos deslizaríamos hacia la vuelta atroz de los señores de la guerra y otros desastres que a la vista están. Y el general Manuel Gutiérrez Mellado atisbó el 23-F con perspicacia que aquella tropa de Tejero en pleno desaliño indumentario traslucía improvisación y denotaba un alistamiento de aluvión, fuera de las normas de una unidad orgánica bajo sus mandos naturales. Y por ahí vino su fracaso, para nuestra buenaventura.

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