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CUATRO AÑOS DE AYUNTAMIENTOS DEMOCRÁTICOS / 10

Castil de Carrias, campos de soledad

Ejemplo de la desertización y de la despoblación de Castilla-León, el ayuntamiento más pequeño de cuantos existen en España se encuentra en La Bureba burgalesa: Castil de Carrias. Allí sólo vive Florentino González Sáez -soltero, labrador 56 años-, acompañado de la galga Culebra, un altivo gallo cantarín y cuatro gallinas ponedoras. A este solitario burgalés, que reúne en su persona las figuras de alcalde, concejal, jefe de la oposición, pregonero y cuantas actividades de la vida municipal existen, nadie ha ido nunca a pedirle su voto.

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En Castil de Carrias un furioso viento Norte recorre las calles, golpea en las puertas de las casas abandonadas, ulula en el soportal de la iglesia. La iglesia está abandonada, hay grietas en las paredes y goteras en la techumbre y casullas apolilladas en el suelo. Albas, estolas, cabos de vela, cíngulos, roquetes, estampas de santos. Por fuera hay un pequeño soportal que da al mediodía. Florentino González Sáez viene aquí los días apacibles, se sienta y deja pasar las horas, que sólo el graznido de los grajos altera.-¿La fiesta patronal? ¿Qué fiesta patronal? Yo ya no la recuerdo, no sé cuál era.

-Pero, en su juventud, habría baile, vendrían las mozas de los pueblos de Carrias y de Cerezo a la función.

Y el hombre se queda pensativo, lejano. Florentino Gonález Sáez tiene 56 años y lleva ocho viviendo solo en el pueblo. Es un hombre extraño, en el que la realidad y ensoñación andan en complicado maridaje, un hombre del que nunca sabes si te está mintiendo a ti o se miente a sí mismo, en una inútil ceremonia de crearse un mundo propio en este su pequeño mundo despoblado.

-¿Cómo se llama usted? -le dijimos al poco de saludarlo.

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-Alberto Mata.

El gallo y el transistor

Y Alberto por aquí, Alberto por allá, en nuestra conversación, en nuestros paseos por el pueblo. Luego resultó que el tal Alberto Mata era un amigo suyo que ya ni se sabe los años que hace que murió. Nos lo contaron en Carrias, un pequeño pueblo cercano, en un corro de hombres que se reían cachazudamente por la broma que el solitario de Castil nos había gastado.

Castil tuvo en otro tiempo sus dos centenares de habitantes, su cura párroco, su escuela. Hoy, los cardos que ha arrancado el viento ruedan por las calles y entran en los portales abiertos y acaban invadiendo las casas deshabitadas. Es un pueblo fantasmal, como el Comala de Juan Rulfo.

Este Florentino, o este Alberto, está oyendo un noticiario cuando llegamos a su casa. Es un transistor minúsculo, de color rojo, con el que tiene una rivalidad a muerte el gallo de Florentino, un gallo blanco, con pintas de color miel, que contesta con estridentes quiquiriquís cada ráfaga musical del programa radiofónico. Cuatro gallinas arreboladas miran, a cada envite, al altivo dueño de este pardo serrallo.

-No, el gallo no le mato, no sea que salga alguna gallina clueca.

Frente a la casa dormita una galga joven. Se llama Culebra, y lleva en su cara la tristeza de quien apenas ha visto otro animal de su especie, la cara que debía tener Robinsón Crusoe antes de que llegara Viernes.

-Sácame una con la galga, tú -dice al fotógrafo.

-Tiene que bajarla usted a Belorado, a que le salga un novio.

Ríe Florentino y pasa su mano por la cabeza de la perra. Florentino va a Belorado de cuando en cuando, a hacer sus compras. Baja andando los 15 kilómetros del camino.

-¿Usted no ha tenido novia?

-Dos. La Andrea y la Pepa.

-¿Y qué fue de ellas?

-En Logroño creo que andan. Las dos, casadas.

Logroño, Bilbao, Briviesca, Belorado, Burgos. Por ahí andan los antiguos habitantes de este Castil de Carrias que agoniza. A todos los echó el agua, la ausencia de agua. Que aquí no hay manantial ni caudal cercano.

-Yo lo cojo del cielo.

De los pueblos cercanos vienen los arrendatarios a labrar las tierras de los lejanos emigrantes. Cebada, un poco trigo. Esos escasos días, el viento trae a Florentino González el ruido de los tractores y el hombre se esconde en su casa y no asoma hasta que el visitante ha marchado.

"Bueno, vamos a dar una vuelta al pueblo", dice Florentino González, y coge su cachaba y se ajusta la vieja gorra de cuadros para que el viento no se la lleve. "Esa cochera es de Tasio, ¿no le conocerá usted?, que era guardia. Eso hundido fue una ermita. Esa casa con antena de televisión y visillos en la ventana es de unos que están en Bilbao y vienen de cuando en cuando".

Alcalde y alcaldado

Florentino nació aquí, en la misma casa donde hoy vive, donde siempre ha vivido. No fue a la mili. Sólo sale del pueblo para visitar a una hermana casada que vive en Burgos. Siembra un poco cebada, come los huevos de sus gallinas, pasea el pueblo día y noche con su galga Culebra.

-¿Miedo? No, aquí no viene nadie.

-¿Y no se aburre?

-Qué va, hombre, qué va.

-¿Qué hace si se pone enfermo?

-Me iría a Belorado. Pero estoy sano como una manzana.

En una pequeña plaza, frente a la iglesia, hay una fuente recién hecha, una fuente sin agua, una fuente a la que algún día quizá llegue un chorrito y, con él, algún vecino nuevo al solitario lugar. Pero lo del agua va para largo. Los de Carrias no quieren que se haga la toma de la conducción que ellos han costeado.

-Esta es la escuela.

Es un bajo e un edificiode dos plantas, un local donde se apiñan pupitres rotos y tinteros no menos rotos.

-¿Cuántos años hace que no hay chicos.?

-¡Mecal

Un pequeño rayo de luz que entra por una ventana corta, como un cuchillo, una espesa nube de polvo.

"Y arriba está el ayuntamiento", dice este alcalde de sí mismo, este alcalde sin bandos ni presupuesto, este alcalde que no tiene que mediar en las pequeñas rencillas de sus convecinos por la sencilla razón de que hace ocho años que no hay convecinos. Florentino es un hombre extraño del que nunca se sabe cuándo desvaría y cuándo miente, un hombre que se sienta temprano en la solana de la iglesia para ver pasar el cadáver de su enemigo, el tiempo.

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