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ANÁLISIS | La visita del Papa a Madrid
Columna
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Barajas como Canosa

Si la obra maestra del poder consiste en hacerse amar -o que tus súbditos lo simulen-, Benedicto XVI fue ayer en Barajas un gobernante en plenitud. Hasta la izquierda "más furibundamente laicista de Europa" (según sentencia del propio Vaticano) acudió a rendirle reverencia o pleitesía, encabezada por los presidentes del Gobierno y de las Cortes, Zapatero y Bono, ambos socialistas y teóricamente laicos. Había que ver cómo inclinaban la cabeza, casi todos, ante el Papa, vestido como un emperador romano. Otros muchos hincaron la rodilla para besarle el llamado anillo de pescador. Un espectáculo confesional.

Benedicto XVI, jefe de un Estado teocrático, está en Madrid en visita pastoral, para recuperar España para el catolicismo y sembrar vocaciones entre los jóvenes (hace décadas que se le vaciaron seminarios y conventos). Pero reunió ante sí, en el pabellón de Estado del aeropuerto, a más autoridades e instituciones (hasta la militar) que cualquier otro mandatario mundial ha concitado jamás. Ha sido una exhibición de la plenitudo potestatis (plenitud de poderes) asumida por los sucesores del pescador judío Pedro cuando se aposentaron en Roma tras la caída del Imperio romano. Hasta se hacen llamar pontífices, aunque sus fieles se dirigen a ellos como Santidad. Pecado de idolatría.

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El papa Ratzinger, con una expresión de arrobo, parecía ayer el Gregorio VII que en 1073 se proclamó señor supremo del mundo, a quien los reyes quedaban subordinados pues también eran "seres humanos y pecadores". El gobernante más poderoso de Europa en aquel momento, el germano Enrique IV, quiso resistirse, pero Roma le echó encima a todos sus jabalíes religiosos. Cuando quiso reconciliarse, el emperador tuvo que cruzar los Alpes en invierno, con su esposa y su hijo de dos años, para postrarse a los pies del Papa en el castillo de Canosa, en la falda de los Apeninos. Gregorio VII tardó tres días en recibirlo, que el emperador pasó descalzo sobre la nieve y arropado con una simple capa. Finalmente, Gregorio VII le concedió el perdón y lo bendijo. Desde entonces, cualquier acto de sumisión de un gobernante ante el Vaticano se conoce como La humillación de Canosa.

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