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Columna
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Buscando la victoria

El Jueves Santo, un debate encendía la tertulia del informativo Hora 25 de la Cadena SER. La Sección Tercera de la Audiencia Nacional acababa de revocar la víspera el criterio invocado para poner en libertad al etarra Antonio Troitiño, quien había cumplido 24 años de reclusión a consecuencia de la condena de más de 2.000 años impuesta como autor de diversos atentados con decenas de víctimas mortales. Ahora debería volver a prisión pero no había sido hallado. Por cuenta de este asunto el PP lanzaba toda su artillería de acusaciones al Gobierno y en particular al ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, y de exigencias al Consejo General del Poder Judicial para que depurara las responsabilidades de los jueces firmantes del auto de excarcelación del etarra. La fonoteca de la emisora permitía escuchar a todos los implicados en una escandalera de fabricación nacional.

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El ministro Rubalcaba, en su doble calidad de titular de Interior y portavoz del Gobierno, sostenía que la vigilancia preventiva del esfumado hubiera sido ilegal.

Un argumento idéntico al desplegado en 2002 por Mariano Rajoy cuando, siendo portavoz y vicepresidente del Gobierno popular de José María Aznar, se esfumara también el etarra Josu Ternera. Se escuchaba al ahora presidente del PP aducir punto por punto las mismas excusas aportadas el Jueves Santo por su sucesor socialista en la portavocía. Además, un tercer testimonio procedente de José Luis Rodríguez Zapatero, secretario general del PSOE y líder parlamentario de la principal fuerza de oposición, se unía al Gobierno del PP en el deseo de que Ternera fuera encontrado y entregado a la Justicia, sin sugerir culpabilidades. Estábamos pues ante dos situaciones análogas -las desapariciones de Troitiño y de Ternera-, explicadas del mismo modo por cada uno de los Gobiernos incumbentes -el de ahora, del PSOE y el de entonces, del PP-, y desencadenantes en las filas de la oposición de reacciones antagónicas -los populares se lanzan estos días al escándalo mientras que los socialistas hace nueve años cerraban filas anteponiendo su lealtad al pacto antiterrorista-.

Aceptemos que tanto el PSOE de antaño como el PP de hogaño responden al mismo impulso: hacer cuanto haga falta para alcanzar el poder. Si José Luis Rodríguez Zapatero se atenía cuando huyó Ternera en 2002 al pacto antiterrorista, que él mismo había propuesto suscribir al PP; si evitaba discrepar del Gobierno popular en materia tan explosiva, y si manifestaba deseos tan concordes, era convencido de que esos comportamientos le hacían a él y a su partido más aptos y más próximos al poder. De igual manera, si a propósito de Troitiño, las gentes de Mariano Rajoy tiran los pies por alto, lanzan las peores descalificaciones y difunden las más graves sospechas sobre el Gobierno de Zapatero deberemos deducir el cálculo de los beneficios electorales que seguirían de ese proceder. Se trataría de legitimar también la utilización de la lucha antiterrorista si ayuda para el objetivo principal de acceder al poder. Porque se diría que la fidelidad al consenso pactado es una ofrenda obligada que han de prestar los socialistas, siempre dudosos; mientras que los populares, por su condición de indudables, se sienten respaldados para agitar el conflicto sin fin. Otra cosa es que un observador perspicaz como Óscar Alzaga (Del consenso constituyente al conflicto permanente, Editorial Trotta. Madrid, 2011) haya avanzado negros pronósticos si siguiera cundiendo la convicción de que las inversiones en crispación aportan grandes rentabilidades.

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Se aproximan las elecciones y para los contendientes con alguna opción de victoria se prescriben ejercicios de idoneidad. Felipe González, en 1982, debió aclarar que respetaría la economía de mercado, que no nacionalizaría la banca, que la religión tendría su espacio en la esfera pública y que aceptaría el papel marcado por la Constitución a las Fuerzas Armadas. Cuestión esta de las Fuerzas Armadas y la Defensa que los partidos socialdemócratas o socialistas de Alemania, Francia o Reino Unido hubieron de reconsiderar antes de que Willy Brandt, François Mitterrand o Tony Blair quedaran habilitados para gobernar. También Aznar, antes de las urnas de 1996, hubo de garantizar el Estado de bienestar sin retrocesos, aunque utilizara la lucha antiterrorista como munición para su campaña. Después, Zapatero anduvo cuatro años dando a sus adversarios del PP ejemplo en vez de caña y respondiendo a cada problema con la propuesta de un pacto. Era el momento Bambi. Estos días, Rajoy dispensa un temerario laissez-faire a sus genoveses del todo vale. Pero, cuidado, Sócrates se recupera.

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