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Columna
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Conversaciones en Nueva York

Regreso de Nueva York como siempre, convencido de la necesidad de viajar con mayor regularidad a la capital del mundo. Una ciudad abierta al talento en competición, amante del debate, promotora de las ideas, dispuesta a celebrar el trabajo bien hecho, polo de atracción de la inteligencia crítica, gozosa de las artes, suma de las etnias, lugar para el despliegue de la vida, de los proyectos y de las ambiciones. Una ciudad -al menos Manhattan- sin bolardos, sin zanjas, sin rectificaciones en los bordillos, sin vallas ni en torno a los edificios oficiales ni entorno a nada, donde el pequeño comercio encuentra su sitio exacto complementario junto a las grandes superficies.

Con atascos moderados en zonas previsibles. Donde los automóviles se mueven sin prisas merced a la suave cadencia del cambio automático. Donde sólo los peatones parecen ir acelerados. Con taxis siempre al alcance de la mano. Sin agentes de movilidad. Con un metro limpio -al menos los vagones-, puntual y rápido. Sin el ruido ensordecedor de las motos madrileñas, porque los repartidores del menudeo se desplazan en bicicleta. Con un recurso a las sirenas -de bomberos, ambulancias o policías- en proporción muy inferior a la que aquí padecemos. Nueva York, púrpura y andrajo, cualquier día descubrirá el servicio de recogida de basuras y entonces será imbatible. Y no quiero imaginar si además se difundiera como es debido el placer de la comida para sustituir la mera ingestión funcional de alimentos a la que ahora está entregada.

En Nueva York la guerra no tiene visibilidad. No hay signos de llamadas al sacrificio

Nueva York es la conversación con los amigos, la lectura pausada de The New York Times, pero también la visita a las librerías o a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, santuario de los premios Pulitzer. Se habla de las primarias, de la victoria de Obama sobre Hillary Clinton y Edwards en Iowa, un Estado con 95% de población blanca. El libro autobiográfico de Obama The audacity to hope entrega algunas de las claves que le han convertido en el signo del cambio que este país busca ahora para reinventarse. Está fuera de dudas la victoria de los demócratas. El mejor programa es el de Edwards, la experiencia se le atribuye a Hillary, pero Obama es el carisma, la convicción más allá de los clichés de la clase política al uso. El país está en guerra, pero la guerra está muy lejos, la hacen mercenarios que se reclutan entre los necesitados de papeles o los buscadores de ascenso social rápido. En Nueva York la guerra no tiene visibilidad. No hay signos de llamadas al sacrificio, a la austeridad, característicos de la retaguardia. Ha desaparecido la expresión de "guerra al terrorismo", que implicaba la situación de "estado de guerra", y ahora se prefiere una nueva acuñación, la de "lucha global contra el terrorismo".

El presidente George W. Bush es una pesadilla. Pero fue Bush quien al día siguiente del atentado del 11 de septiembre de 2001 se dirigió a sus compatriotas para decirles que si querían ayudar a América salieran a comprar. Y la consigna parece haber sido seguida con ejemplaridad. Cambio en la terminología oficial pero persistencia en el debate del papel que corresponde desempeñar a los Estados Unidos en este momento del mundo y sobre la función de los medios de comunicación. En la Columbia Journalist Review se analizan las críticas a la prensa desde la derecha por su incapacidad para dar cuenta de los progresos logrados en Irak a partir de los refuerzos enviados por Bush, mientras desde la izquierda se lamenta que esa misma prensa no haya mostrado la futilidad del nuevo despliegue. Sólo unas páginas más adelante puede leerse un análisis despiadado de la columna publicada en el New York Times por Michael O'Hanlon y Ken Pollac, de la Brookings Institution, que presentaba la situación en Irak como la de Alicia en el país de las maravillas, sin la decencia de referir al menos que su viaje estaba organizado por el Pentágono.

Apasionante en todo caso la lectura del libro What Orwell didn't know. Propaganda and the new face of American politics (Publics Affairs. New York, 2007) donde, por ejemplo, Victor Navasky señala que en estos días, especialmente en Estados Unidos, la concentración de los medios a la que se refiere como Big Media puede haber reemplazado al Big Brother como principal peligro para el diálogo público abierto que hace posible la democracia. Su crítica huye del fatalismo y plantea la misión de los magazines de opinión, artefactos de la Edad de la Imprenta, que hablan con una autoridad e influencia incomparable respecto de la efímera que tienen los mensajes de 750 palabras que hoy están ahí y mañana desaparecen en el ciberespacio. Continuará.

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