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Columna
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Crueldad e identidad

Josep Ramoneda

En menos de un mes, se han dado, por orden de aparición, los siguientes acontecimientos: sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán, manifestación soberanista en Barcelona, triunfo de la selección española en el Mundial de fútbol, y voto de prohibición de los toros en el Parlamento catalán. Evidentemente, hay en la secuencia un factor casualidad. Pero un genio maligno dispuesto a encender las pasiones identitarias no lo habría programado mejor.

En realidad, la prohibición tiene una muy escasa importancia práctica, en la medida en que en Cataluña solo queda en activo la Monumental de Barcelona. Cerrará una sola plaza de toros que, hasta que José Tomás le inyectó algunas tardes vibrantes, llevaba tiempo languideciendo. Sin embargo, es grande la relevancia simbólica del gesto. No en vano 300 periodistas, 130 de ellos extranjeros, se habían acreditado en el Parlamento catalán. Con lo cual, hay por lo menos tres espacios de significación del acontecimiento: el internacional, el español y el catalán.

Los toros están en vías de extinción, y preferiría que, como el boxeo, murieran por inanición y no vetados

El Parlamento catalán ha sido el primero en decir no a un espectáculo que difícilmente encaja en la sensibilidad animalista cada vez más extendida en el primer mundo. Y esto es lo que llama principalmente la atención de la prensa extranjera. Cataluña es pionera, y habrá que ver los ecos de este voto en el sur de Francia, penúltima reserva espiritual de la tauromaquia.

En un momento de desencuentros político y cultural entre Cataluña y España, adquiere especial significación lo que el debate tiene de confrontación identitaria. Y la prensa española se centra sobre todo en este aspecto. Sin duda, el factor de afirmación diferencial de la cultura catalana respecto a la española ha contado en buena parte de los que han votado a la prohibición. De ahí a ver en ello un pérfido ejercicio de limpieza cultural va un trecho muy largo. Si de limpiarse se tratara, el espacio estaba ya muy aseado: solo queda una plaza en funcionamiento. Es decir, los toros habrían desaparecido de Cataluña sin necesidad de empujarlos. Y, sin embargo, en el propio espacio catalán el debate ha sido más complejo. Sin minimizar la corriente identitaria, se ha consolidado una cultura de creciente respeto a los animales que cree que montar un espectáculo sobre el maltrato a una bestia, por brava que sea, excede las fronteras de lo civilizado. Las intervenciones de dos personajes del mundo de la ciencia y de la filosofía nada sospechosos de veleidades identitarias catalanistas, Jorge Wagensberg y Jesús Mosterín, tuvieron un peso grande en la decantación del debate catalán. Que la tauromaquia es un fenómeno cultural es indudable, pero esto no la redime: la cultura no es garantía contra la crueldad.

En la medida en que vivimos en sociedades en las que todo lo que hay que prohibir está prohibido, y además hay muchas cosas prohibidas que no deberían estarlo, siempre resultan más atractivas las leyes que permiten hacer cosas que hasta ahora se negaban, sin obligar a nadie, que las que simplemente prohíben una conducta. La protección de los animales me parece una dignísima causa, aunque, como todas, abierta a la demagogia (y, a veces, al cinismo). En la medida en que los toros son un espectáculo en vías de extinción, preferiría que, como el boxeo, acabara muriendo por inanición, sin necesidad de decretar la siempre antipática sentencia de muerte.

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Pero el debate sobre los toros, con las airadas reacciones de la prensa españolista -que vive la decisión del Parlamento catalán con acentos de cruzada-, pone una vez más de manifiesto la dificultad del diálogo digno de este nombre en la confrontación política. Una vez más, se excluye el protocolo que hace posible el diálogo de verdad: yo defiendo con toda convicción mis ideas, pero estoy dispuesto a asumir las tuyas si me convences, y viceversa.

En el diálogo político, la segunda parte de este enunciado no se contempla: es más, está prohibida. Porque la ideología es un territorio más cercano a la creencia que a la razón crítica, y porque para conseguir la servidumbre voluntaria lo que importan son las certezas, que casi nunca tienen que ver con la verdad. CiU y PSC hicieron una rara excepción: dieron libertad a sus parlamentarios. Lo que debería ser lo normal -que cada cual decida y piense por sí mismo- solo se concede cuando se trata del aborto y de los toros. Turbias corren las aguas por el inconsciente político. Los demás días del año, en el debate político prevalece la exigencia de lealtad sobre la verdad y la libertad. O sea, no es debate, es confrontación.

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