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Columna
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Delito imposible

El delito de prevaricación supone la quiebra en el ejercicio de la función jurisdiccional del principio de legitimación democrática del Estado. La legitimación democrática tiene que estar presente en todas las manifestaciones del ejercicio del poder estatal. Esta es una regla que no admite excepciones. En este terreno la excepción no confirma la regla, sino que supone siempre una contravención de la misma. Por eso, no puede ser admitida en ningún Estado democráticamente constituido.

En lo que a los poderes legislativo y ejecutivo se refiere, su legitimación democrática resulta visible. Los ciudadanos elegimos periódicamente a los diputados y senadores que integran Las Cortes Generales y, tras cada convocatoria electoral, el Congreso de los Diputados ha de proceder a la investidura del presidente del Gobierno, que, una vez elegido, continúa siendo responsable ante dicho órgano, que puede destituirlo mediante la aprobación de una moción de censura o la votación en negativo de una cuestión de confianza.

La mayoría de jueces y fiscales no comparte la interpretación de Garzón, pero una minoría sí lo hace

El poder judicial también tiene una legitimación democrática. No puede no tenerla. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los poderes legislativo y ejecutivo, su legitimación democrática no resulta visible. Los ciudadanos no participamos en la designación de los jueces y magistrados que integran el poder judicial. La legitimación democrática deriva de que jueces y magistrados están "sometidos únicamente al imperio de la ley" (art. 117.1 CE).

Justamente porque su legitimación democrática no es visible, lo primero que la Constitución exige a los jueces y magistrados es que la hagan visible en el ejercicio de la función jurisdiccional. De ahí la exigencia de la motivación de las sentencias. "Las sentencias serán siempre motivadas" (art. 120.3 CE). El juez no puede dar un paso en el ejercicio de la función jurisdiccional sin hacer visible en qué interpretación de la voluntad general descansa la manifestación de voluntad que da contenido a una resolución judicial, sea esta sentencia, auto, providencia... Cuando el contenido de una resolución judicial, que siempre es particular, de un órgano unipersonal o colegiado, pero siempre particular, no puede ser reconducido a una expresión de la voluntad general, es cuando nos encontramos ante el delito de prevaricación. La resolución judicial no es expresión de la voluntad general, sino de la voluntad particular del órgano judicial. Se ha producido una privatización del poder. El juez ha sustituido la voluntad general por su voluntad particular.

Fácilmente se comprende que el delito de prevaricación es el delito más grave que puede cometer un juez. En consecuencia, si se ha cometido o si hay indicios racionales de que se ha cometido, debe ser perseguido.

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Ahora bien, para que tales indicios existan tiene que resultar meridianamente claro que la interpretación de la ley en la que descansa la resolución judicial no puede ser justificada con base en ninguna de las reglas de interpretación comúnmente aceptadas en el mundo del derecho. Si no es así, el delito de prevaricación no puede haberse cometido.

Y esto es lo que, manifiestamente, ocurre con la investigación por prevaricación que se sigue en el Tribunal Supremo contra el juez Baltasar Garzón. Su decisión de declararse competente para instruir la investigación sobre los desaparecidos como consecuencia de la Guerra Civil fue recurrida por el ministerio fiscal y revocada por el Pleno de la Audiencia Nacional. Pero la decisión de la Audiencia Nacional no fue tomada por unanimidad. Hubo tres magistrados que compartían la interpretación de la ley que había hecho el juez Garzón, lo que quiere decir que dicha interpretación se podía justificar con las reglas de interpretación aceptadas en el mundo del derecho. Y posteriormente una juez en Granada declinó la competencia, por entender que debía ser la Audiencia Nacional la que investigara este asunto, haciendo suya, por tanto, la interpretación del mencionado juez. Estoy convencido de que la mayoría de jueces y fiscales así como la mayoría de los miembros de la comunidad académica no comparten la interpretación de la ley del juez Garzón en este asunto. Pero hay una minoría que sí la comparte.

Estamos ante un asunto discutible y discutido, respecto del que no existe una posición unánime. Falta, en consecuencia, la premisa indispensable para que pueda pensarse que estamos ante un delito de prevaricación. Que la voluntad general en este caso pueda ser interpretada de una u otra manera es discutible. Que, por interpretarla de una determinada manera, se está incurriendo en prevaricación, no debería de serlo. Esto es lo que no se entiende y por eso se están produciendo las reacciones que se están produciendo, en España y fuera de España, ante la actuación del Tribunal Supremo.

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