_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Era innecesario el Estatut?

José María Ridao

Es probable que los presidentes del Gobierno central y de la Generalitat no sean conscientes del implícito mensaje que transmite su acuerdo para desarrollar mediante ley orgánica algunos aspectos del Estatut rechazados por el Constitucional. Dando por descontado que no se proponen sortear fraudulentamente la sentencia ni el sistema constitucional, lo que están diciendo es que, en realidad, no hacía falta el nuevo Estatut, que era innecesario para alcanzar los resultados que se perseguían con la reforma del antiguo. Es más, están diciendo, incluso, que hubiera sido mejor para obtenerlos seguir vías legales y políticas distintas y posibles dentro del Estado autonómico tal cual estaba. Pero si esto es así, y lamentablemente todo indica que lo es, entonces, ¿por qué se ha embarcado al país en una convulsión de siete años que ha abierto una insensata puja entre comunidades, puesto en entredicho el sistema autonómico y arruinado el prestigio de las instituciones, los partidos y la clase política involucrados en esta aventura?

Si había deficiencias que se hubieran podido corregir, hoy se han multiplicado

El peor error que cometió el PSC en tiempos de Maragall, inmediatamente adoptado por Rodríguez Zapatero, fue oponer el eslogan de la España plural al de la España una defendida por los Gobiernos del Partido Popular. Es decir, se arrastró al país a elucubrar sobre su esencia, no a evaluar en términos pragmáticos el funcionamiento de las normas e instituciones por las que se rige desde 1978. La asfixiante tufarada de noventayochismo que se adueñó de la vida política española, con sus inanes letanías de naciones que se rompen y de dignidades colectivas ofendidas, ha provocado lo mismo que provocaron los autores del Desastre tras la pérdida de Cuba y Filipinas: un lamentable derroche de tiempo y energías en discutir y dar forma a la evanescente idea de nación, en lugar de gestionar los instrumentos del Estado democrático para hacer frente a los ingentes problemas que la realidad económica y social ponía enfrente. Ni siquiera las tres décadas de estabilidad y prosperidad propiciados por la Constitución han servido para convencer a nadie de la única conclusión que podía extraerse de las jeremiadas del 98: que el sedicente problema de España no tiene solución política, pero no porque sea irresoluble y haya que resignarse, por tanto, a conllevarlo con paciencia orteguiana, sino porque no es un problema político. Se trata, sencillamente, de una rancia, fatigosa y estéril especulación doctrinaria, amasada con una mezcla de interpretaciones de la historia y criaturas mitológicas como esa de las identidades.

Fieles al eslogan de la España una, los Gobiernos del PP declararon cerrados la Constitución y los Estatutos, intentando apropiárselos mediante la más sectaria operación propagandística de los tiempos recientes. Fieles, por su parte, al eslogan simétrico de la España plural, los socialistas de Cataluña y del resto de España declararon que estaban indefinida e infinitamente abiertos, respondiendo al sectarismo con frivolidad. El resultado de estos siete años salta a la vista: si el sistema autonómico tenía deficiencias que se hubieran podido y debido corregir, hoy esas deficiencias se han multiplicado. Con el previsible aunque descorazonador resultado de que el país sale de esta alucinada excursión por la nube de las esencias persiguiendo babas del diablo con los protagonistas descontentos, y con un sistema constitucional peor que el que tenía. Y, desengañémonos, los destrozos provocados no se arreglarán emprendiendo una carrera hacia el Estado federal, porque lo que está equivocado no es la respuesta autonómica que ofreció la Constitución del 78, sino la pregunta que ha llevado a revisarla. Un Estado federal no es en la práctica algo distinto de lo que existe, un listado de competencias de la federación y otra de los Estados, además de un mecanismo para financiarlas. Pero es que ningún listado de competencias ni ningún sistema para financiarlas podrán jamás dar cuenta cabal de qué es una nación, ni de quiénes lo son y quiénes no. Y mucho menos convertirse en prueba fehaciente de la dignidad o la indignidad colectiva.

Zapatero y Montilla han venido a decir, seguramente sin advertirlo, que nada de lo que hemos vivido hacía falta, puesto que hubieran bastado leyes orgánicas dentro del Estado autonómico para conseguir los objetivos que perseguía la reforma del Estatut.

Sorprendente descubrimiento, semejante a un abrupto aterrizaje desde las alturas de un noventayochismo al que todavía se aferran no pocos partidos para valorar la sentencia del Tribunal Constitucional, siempre con un ojo puesto en las próximas elecciones catalanas y, en definitiva, en la lucha por el poder. Entre tanto, los ingentes problemas que la realidad económica y social pone enfrente siguen sin ser abordados. O peor aún, se han deteriorado los instrumentos de los que disponía el Estado para abordarlos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_