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ELECCIONES EUROPEAS | Campaña electoral
Columna
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Europa, sueño y necesidad

José María Ridao

Los altos niveles de abstención en las elecciones al Parlamento Europeo han llegado a interiorizarse como una fatalidad. Como también las diatribas contra la limitada legitimidad democrática del proyecto de la Unión se han convertido en el lamento ritual tras cada convocatoria. Y, sin embargo, son dos ideas hasta cierto punto contradictorias, cuya resignada reiteración sólo conduce a que se trivialice la tarea de analizar y poner remedio a sus causas. Se habla de la escasa entidad de la apuesta política que se ventila en las elecciones europeas, de la ignorancia de los ciudadanos sobre las funciones del Parlamento o de la costumbre de situar en las listas a candidatos que se han quedado al margen en sus respectivos partidos; incluso de la tentación de administrar castigos y recompensas de baja intensidad a los diferentes Gobiernos nacionales a la que suelen ceder los electores. Pero aun en el supuesto de que estas observaciones agotasen el catálogo de motivos por los que los europeos se muestran indiferentes hacia la composición de su Parlamento común, lo cierto es que los partidos no tratan de contrarrestarlos, sino de utilizarlos electoralmente a su favor. Sólo así se entiende que, en España, la campaña de las europeas haya quedado reducida a un intercambio de vídeos en los que Europa aparece como el escenario de la confrontación, no como el objeto mismo del debate. Y, por desgracia, no está ocurriendo nada distinto en el resto de Europa.

La masiva abstención en las elecciones europeas es un problema que es preciso resolver
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La masiva abstención en las elecciones al Parlamento Europeo no es una realidad política con la que se deba convivir, sino un problema que es preciso resolver cuanto antes para que el proyecto de la Europa unida recupere el pulso perdido durante los últimos 15 años. Es un problema, sin duda, a efectos internos, puesto que difícilmente podrá el Parlamento ganar peso dentro de la arquitectura de la Unión si su composición obedece más al desinterés, incluso a la desidia, que a una opción consecuente de los ciudadanos. Puesto que se trata de la única institución que surge del sufragio universal, puesto que es el único espacio donde los ciudadanos de Europa están representados como ciudadanos europeos, su papel podría resultar determinante para que la Unión fuera ganando espacio político frente a los Estados. A lo que se asiste es, en cambio, a una renacionalización del proyecto de la Europa unida, primero alentada por las corrientes populistas y hoy asumida por la práctica totalidad de los partidos democráticos.

Unos índices de abstención como los que han venido arrojando hasta ahora las elecciones al Parlamento de Estrasburgo, y como los que las encuestas vaticinan para el próximo día 7, también tiene consecuencias más allá de las fronteras europeas, aunque resulten menos perceptibles. Es difícil imaginar que las principales potencias mundiales se tomen Europa más en serio que los propios ciudadanos europeos, sobre todo cuando, por otra parte, Europa no acaba de encontrar la manera de hablar con una sola voz. No la encuentra, sin duda, en escenarios internacionales donde su intervención podría resultar determinante, como el conflicto de Oriente Próximo y sus cada vez más preocupantes efectos sobre la proliferación nuclear. Pero no la encuentra, tampoco, en asuntos que afectan a sus intereses inmediatos, como se ha podido comprobar en las recientes negociaciones con Moscú para garantizar el suministro de gas ruso. Putin y Medvédev han extraído la conclusión de que el próximo año podrá ser como el pasado y de que, por tanto, estarán de nuevo en condiciones de seguir escogiendo a sus interlocutores, ya sea la Comisión, ya sean los Gobiernos de los diversos Estados miembros, en función de lo que mejor les convenga en cada circunstancia.

Si aún queda un mínimo compromiso europeísta entre los dirigentes y los partidos, éstas deberían ser las últimas elecciones en las que los ciudadanos europeos son convocados a las urnas como si sólo fueran ciudadanos de Europa, es decir, personas a las que une un azar geográfico y no una voluntad política. No sólo la crisis económica, sino también unas tensiones internacionales que pueden poner en peligro la paz y la seguridad en todo el mundo, deberían servir de estímulo para que no se trivialice la tarea de analizar y poner remedio a una abstención que sobrepasa los límites de lo tolerable. Ni los partidos pueden seguir actuando como si los culpables de la desafección hacia el proyecto europeo fueran los ciudadanos, ni los ciudadanos pueden refugiarse en el reconfortante expediente de responsabilizar a los partidos. Entre otras razones porque en el pasado Europa fue un sueño, pero hoy es una necesidad.

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