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Columna
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Fascismo y franquismo: dos herencias

Antonio Elorza

Al presentar su película El conformista, Bernardo Bertolucci explicaba el comportamiento de su personaje central como resultado de una conciencia de malestar, de incomodidad, que carente de otra salida va a parar a una adhesión a los usos establecidos, a pesar de su irracionalidad (expresión: la violencia fascista), con la pretensión de aparecer como una persona en todo convencional. Sin que ahora sea preciso ejercer otra violencia que la prevista por la nueva política de control y represión contra los inmigrantes, ese conformismo, fundado sobre un sentimiento de inseguridad ante la crisis económica, parece haber inspirado el comportamiento reciente de los electores italianos. El ejemplo máximo ha sido Roma, donde por una parte triunfa la demagogia de Berlusconi, y por otra, la izquierda queda sumida en el desaliento. En efecto, el candidato a la alcaldía Rutelli, llegado en cabeza en la primera vuelta, con un 45,8%, por un 40,7% del derechista, pierde 100.000 en la segunda, siendo claramente superado por su adversario, barrido en la anterior consulta por Veltroni, y que ahora salta en dos semanas por encima del 53,6% de los votos, 13 puntos y más de 100.000 votos más. La izquierda se hunde; la derecha reúne todos sus apoyos posibles, desde los demócratas cristianos a los fascistas.

La reconstrucción de la derecha política fue muy trabajosa y aún no se encuentra consolidada

El episodio es tanto más significativo en cuanto que el derechista victorioso, Gianni Alemanno, tiene un pasado, no sólo de neofascista como presidente del Frente de la Juventud, sino de auténtico escuadrista aun en los primeros años 90, como buen discípulo de su suegro Pino Rauti. Brazos en alto de grupos de seguidores entusiastas saludaron la victoria del político de Alianza Nacional, que en el pasado exhibía la cruz celta de un camarada muerto y decía tener "un corazón negro". Ahora es reciclado bajo ese Berlusconi que anteayer recuperaba a "los muchachos de Saló"

[seguidores del Duce entre 1943 y 1945]. Con la ayuda de la historiografía revisionista y el paso del tiempo, las imágenes nítidas del Novecento de Bertolucci se han difuminado y el antifascismo ha dejado de contar en la política italiana. En su discurso como presidente de la nueva Cámara de diputados, Giancarlo Fini, hábil protagonista de la transformación del neofascismo, pudo permitirse una generosa aceptación de las dos celebraciones malditas: el hoy inocuo Primero de Mayo y la Fiesta de la Liberación, el 25 de abril, eso sí, convertida en una Fiesta de la Libertad -término captado por Berlusconi para sus marcas políticas-, que borra la presencia histórica de la Resistencia.

Es el fin de una época, con un fracaso más del proyecto de reformar la vida política italiana por parte del PCI y de sus sucesores. El peso de la Iglesia primero, vía democracia cristiana, y de los legados del fascismo después -liderazgo carismático por encima de la ley, política de orden pura y dura asentada en "la identidad nacional"- ha desembocado en una fórmula perversa pero eficaz de gobierno conservador basado en la legitimación permanente del poder desde el monopolio en el control de los medios, una demagogia agresiva y xenófoba, y puertas abiertas para los grandes intereses económicos y a sus formas de corrupción, con el propio jefe de gobierno a su cabeza. El imperio del conformismo, en una palabra.

A pesar del paralelismo que pudiera sugerir el paso por dos experiencias dictatoriales, la de Mussolini en Italia, la de Franco en España, la importancia de la penetración del fascismo en la sociedad italiana, con el complemento del catolicismo político, marca aún hoy la diferencia entre las respectivas derechas políticas. Aquí el cesarismo de Franco acotó el ámbito de poder de la Iglesia, bloqueó los proyectos de una transición autoritaria y se apoyó en el Ejército -amenazador tras su muerte pero desactivado por la reforma Serra- pero no se convirtió en un movimiento fascista de masas. Con su estado de excepción permanente, el franquismo protegió los intereses de las clases dominantes, pero al mismo tiempo dejó como herencia un vacío que la democracia vino a llenar. La reconstrucción de la derecha política fue así muy trabajosa y aún hoy no se encuentra consolidada, a pesar del éxito transitorio de Aznar. Las tensiones actuales son la mejor muestra de que la nostalgia del autoritarismo, reflejada en la conducta poselectoral de Rajoy y en unos estatutos del PP que obstaculizan una competencia abierta entre candidatos a su presidencia, no resuelve nada. El propio Aznar truncó la posibilidad de un liderazgo carismático y Ratzinger no cuenta aquí como en Italia. Sólo hay una salida, la mostrada sin primarias por el PSOE, cuando un congreso abierto del partido eligió a Zapatero. Toca a los dirigentes del PP reconocerlo.

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