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El Estatuto ya tiene sentencia
Columna
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Federalismo, soberanismo, independencia

Josep Ramoneda

Como respuesta a las airadas reacciones que provienen de Cataluña, va emergiendo un discurso angelical que pide que la sentencia del Constitucional se analice en términos jurídicos y no políticos. Es una falsa alternativa. Porque la sentencia es forzosamente política ya en origen: corrige un texto legal aprobado en referéndum (lo que pone en duda la primacía de la soberanía popular); responde a un recurso político presentado por el PP, con el apoyo de una movilización ciudadana por toda España; y se ha dictado tras un proceso deliberativo lleno de sombras políticas.

Un dirigente socialista catalán me decía que es una sentencia pensada para dar satisfacción al PSOE y al PP. Es un modo de expresar la extrañeza que ha generado la repentina aceleración de la decisión judicial. En tres horas se ha encontrado la salida del laberinto que no había sido posible entrever en cuatro años. ¿Hubo pacto político previo entre los grandes partidos?

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Pero además de política en su origen y en su gestación, lo es por sus consecuencias. La sentencia tiene un manifiesto carácter nivelador: tanto en el terreno de lo simbólico (nación, fiestas, himnos y compañía) como en el de lo práctico. En este sentido, restringe los artículos del Estatut que daban mayor autogobierno a Cataluña en materia de política económica y tributaria o en la organización del poder judicial, limita la relación bilateral y atiende a un criterio sistemático de reforzamiento de las normas de base del Estado. Con lo cual, genera efectos políticos inmediatos que se expresan en dos actitudes básicas. Dar por completado el Estado autonómico, que es lo que explica el triunfalismo del PSOE y la discreción del PP, entendiendo que esta sentencia dibuja el punto máximo de elasticidad de la Constitución. O dar por agotado el Estado de las autonomías, que es la interpretación que hacen las fuerzas políticas catalanas, incluido el presidente Montilla -con la excepción del PP y un sector importante del PSC que sigue creyendo que su prioridad es gobernar en España y no en Cataluña-.

La sentencia llega a la política catalana en vigilias electorales. Son una excelente oportunidad para que cada partido defina sus estrategias ante esta nueva fase, que podemos denominar posautonómica o pospujolista (en la medida en que evidencia el agotamiento del posibilismo del que el presidente Pujol hizo un estilo). CiU, a la que viene de perillas la sentencia para pedir un Gobierno fuerte en su intento de alcanzar la mayoría absoluta, ya ha colocado el referéndum sobre el concierto económico como enseña de esta nueva etapa soberanista. El presidente Montilla ha situado en la defensa de los pactos entre Cataluña y España, surgidos durante la Transición, y el Estatut, como última formulación de los mismos, como estrategia para recuperar el espíritu que el TC ha liquidado. Iniciativa per Catalunya pide un referéndum para que la ciudadanía se pronuncie sobre el Estatut corregido, que inevitablemente se convertiría en un ensayo de autodeterminación. Y Esquerra Republicana insiste en la independencia, convencida de que el argumento gana enteros ante el bloqueo del Estado autonómico y la imposibilidad del sueño federal. El PP, por supuesto, intentará la cuadratura del círculo: aparecer como defensores del nuevo Estatuto, tratando de hacer olvidar que presentaron un recurso para cargárselo de arriba abajo, que incluso el Constitucional ha considerado excesivo.

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Estas son las consecuencias políticas, de una sentencia inevitablemente política. Tan política que pone de manifiesto una de las grandes lacras de la sociedad española: el corporativismo. Es enternecedor que las tijeras del alto tribunal hayan sido especialmente contundentes en los artículos referidos al poder judicial. Nadie quiere ceder un milímetro de poder.

Vienen ahora los días de las protestas y de los actos de ritual: pleno del Parlamento catalán, declaración oficial, apariencia de unidad (inevitablemente precaria en vigilias electorales) y manifestación convocada por la sociedad civil. Servirán para medir los estados de ánimo, pero inmediatamente se impondrá la realidad de la política cotidiana, es decir, de los distintos intereses partidarios. CiU, instalada en las ambigüedades del soberanismo, tiene prisa para recuperar el poder y acumular capital político, frente al PSOE como frente al PP, cara a futuras mayorías parlamentarias. El Gobierno de izquierdas busca reencontrar un momento de unidad que no está claro que alcance más allá de la manifestación de la semana que viene.

Con todo, la pregunta política es: ¿serán capaces los principales partidos catalanes -y especialmente CiU y PSC- de pactar un mínimo compartido para tratar de recuperar juntos -es decir, con unidad parlamentaria también en Madrid- lo perdido? ¿Federalismo o independencia? Esta es la cuestión. Y el federalismo sale tocado de este envite. Lo han declarado imposible.

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