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Fallece un líder histórico de la derecha

Fraga, 60 años de pasión por el poder

Fallece en Madrid el fundador del PP, exministro de Franco, ponente de la Constitución, expresidente de la Xunta y senador hasta hace poco más de un mes

Xosé Hermida

Una biografía enciclopédica y desmesurada, en la que caben 60 años de la historia de España, un compendio que abarcaría la dictadura, la transición, la democracia y el Estado de las Autonomías, se ha cerrado con la muerte de Manuel Fraga, que falleció anoche a los 89 años en su casa de Madrid al no recuperarse de una afección respiratoria que venía arrastrando desde hace algunos días. Será enterrado mañana en Perbes (A Coruña).

Tras él desaparece el último eslabón físico que aún unía remotamente a la derecha actual con el franquismo. Nadie que hubiese ocupado un cargo tan relevante bajo Franco -ni más ni menos que ministro de propaganda- logró salir indemne del desplome del régimen. Fraga sobrevivió en la política 36 años más, fue senador hasta el pasado noviembre y se ha muerto como presidente fundador del partido que gobierna en España. Su legendaria capacidad de adaptación le permitió todo eso y más, incluso convertirse en el gran adalid del autonomismo desde su retiro gallego, apenas unos años después de haber intentado frenar el desarrollo autonómico en la nueva Constitución. Tan venerado como odiado, siempre sin medias tintas, se va tras haber conseguido que ni siquiera el más feroz de sus enemigos le niegue ahora una capacidad política excepcional.

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Con Fraga se despide también una clase de dirigente público que no volverá jamás. La antítesis de lo políticamente correcto y de los discursos prefabricados. Un hombre capaz de retar a la pelea a unos manifestantes, de abroncar a un colaborador delante de los periodistas o de decir de una diputada que "lo único interesante que ha enseñado esa señorita ha sido su escote". Un tipo volcánico, que publicó 90 libros y que disfrutaba tanto mostrando de erudición como alimentando los titulares de los periódicos con las frases más gruesas. Un animal del poder, al que dedicó toda su vida "hasta el último aliento", como había prometido, sin que ninguna otra motivación personal pudiese apartarlo de esa meta.

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Fue un adicto a los excesos, que solía presumir de hazañas absurdas, como recorrer más kilómetros, estrechar más manos y dar más mítines que nadie. Contaba con orgullo que en su época de embajador en Londres fue el único que cumplió con la teórica obligación diplomática de visitar a todos sus compañeros de otros países, más de un centenar, "incluida", subrayaba, "la isla de Tonga". Todo, con tal de no parar, de alimentar el mito de El león de Vilalba, de no tener un minuto libre, desde el amanecer hasta la medianoche, barrera sagrada que nunca rebasaba.

Su gran frustración fue no llegar a lo que parecía predestinado, la presidencia del Gobierno de España. Lo inhabilitaba su pasado franquista -del que nunca renegó- y tuvo que conformarse con un sucedáneo, la autonomía gallega. Allí se rodeó de todos los oropeles de un hombre de Estado y durante 16 años pudo saciar su ansia de dirigir un país. Para echarlo tuvieron que juntarse dos catástrofes: el Prestige y la vejez. Pero alcanzó una marca asombrosa, seis décadas en la vida política, que comenzaron en 1951, año en que la dictadura le hizo secretario general del Instituto de Cultura Hispánica, cuando el entonces joven catedrático glosaba con fervor la obra del jurista pronazi Carl Schmitt, y acabaron en el Senado democrático de la España del siglo XXI.

Uno de sus secretos fue que nunca abandonó del todo su mentalidad de hombre del pueblo. Había nacido el 23 de noviembre de 1922 en una localidad de la Galicia rural, en Vilalba (Lugo), centro administrativo y de servicios de una comarca agrícola. Su padre, Manuel, era un campesino que buscó fortuna en Cuba, donde se casó con María Iribarne, una vasco-francesa de estricta formación católica. Aunque nació en Galicia, pasó su primera infancia en la isla caribeña y acabó siendo criado por dos tías en Vilalba. Con los ahorros de la emigración, la familia pudo darle estudios al joven, que se reveló un prodigio de memoria y dedicación. Fue en las aulas donde empezó a forjar su leyenda. Acabó de golpe las carreras de Derecho y Políticas, con 25 años ya había sido el número uno en las oposiciones a letrado de las Cortes y a la Escuela Diplomática, y con 26 alcanzó la cátedra universitaria.

Fraga era como un meteoro y la trayectoria de su ambición tenía que pasar forzosamente por las entrañas de la dictadura. Hizo méritos en los segundos escalafones de los ministerios hasta que, con 40 años, le dieron la cartera de Información y Turismo. El franquismo estaba en pleno empeño desarrollista, y Fraga, desde su indudable adhesión a los principios del régimen, se mostró como el emblema de una cierta modernidad en aquella España repleta de caspa. Suprimió la censura previa -pero no la posibilidad de secuestrar publicaciones- y abrió la mano para que se relajase la mojigatería, lo que hizo popular un dicho: "Con Fraga, hasta la braga". Comprendió muy pronto la importancia de los gestos en una sociedad mediática, como lo prueba su mil veces repetido baño con el embajador de Estados Unidos en Palomares, donde un avión había perdido una carga nuclear. Y al tiempo organizó las campañas de propaganda del régimen y dio la cara para defender episodios tan indefendibles como el fusilamiento del militante comunista Julián Grimau. Pero, para muchos españoles, simbolizó el afán por reformar la dictadura.

Como le habría de ocurrir más veces en su vida, le perdió la ambición. Y los tecnócratas del Opus Dei que entonces dominaban el Gobierno consiguieron echarle en 1969. Se convirtió en una especie de crítico desde dentro del franquismo, imagen que cultivó especialmente a partir de 1973, cuando fue nombrado embajador en Londres. Con la salud de Franco cada vez más declinante, se intuía la proximidad de un cambio profundo. En la capital inglesa desarrolló una frenética agenda de contactos, con gente de España y de todo el mundo, para preparar su candidatura a pilotar la transición. En el primer Gobierno de Arias Navarro, tras la muerte de Franco, fue ministro de la Gobernación, lo que hoy es Interior.

El proyecto de Fraga era claramente aperturista, pero más que liquidar el régimen se proponía remodelarlo sin alterar sus cimientos. En el Gobierno su autoritarismo se mezcló con actuaciones muy controvertidas de su ministerio -asesinato de obreros en Vitoria y de carlistas de izquierda en Montejurra (Navarra)- hasta acabar convertido en un ogro para la oposición democrática, que le atribuía una frase que él siempre negó: "La calle es mía". El disgusto de su vida le llegó cuando el Rey eligió a Suárez como nuevo presidente del Gobierno.

Entonces creó Alianza Popular, que pretendía ser un partido conservador democrático, pero estaba encabezado por los llamados siete magníficos, un ramillete de exministros franquistas. Fue parte activa -aunque con reparos- del pacto constitucional, pasó sin pena ni gloria por la noche del 23-F y el hundimiento de UCD le dejó solo ante la marea socialista. Felipe González le colmó de atenciones: le hizo jefe de la oposición y proclamó que "le cabe el Estado en la cabeza". De aquellos años quedan sus discursos recitando en el Congreso el precio del kilo de garbanzos y la impotencia del antiguo franquista para convertirse en alternativa de Gobierno. Tras años convulsos, cedió el testigo. Intentó nombrar a Isabel Tocino para que le sucediera al frente de Alianza Popular, pero le convencieron de que eligiese a José María Aznar.

En Galicia, a partir de 1990, se construyó su pequeño Estado. Rodeado de un culto a la personalidad que alcanzó cotas delirantes -Gran Timonel, le llamaban los suyos- viajó por medio mundo, incluidas la Cuba de Castro, el Irán de los ayatolás y la Libia de Gadafi, al tiempo que mantenía a raya a sus adversarios con un férreo control político e informativo. Su carácter camaleónico le permitió transmutarse en un galleguista a ultranza cuyas propuestas autonomistas incomodaron a su propio partido. Nunca pensó en retirarse ni en nombrar un heredero. Hasta que la revuelta social que siguió a la marea negra del Prestige, unida a un deterioro evidente de su salud -tuvo varios desmayos en público- le retiraron el favor de las urnas en 2005.

Tanto le había absorbido su carrera por el poder, tanto había sacrificado las insignificantes cuestiones humanas que tuvo que reconstruir las relaciones personales incluso con su propia familia. Fueron sus hijas las que lo convencieron para que se marchase a Madrid, donde se ha ido apagando poco a poco, con la voz cada vez más débil y temblorosa, aferrado hasta el último momento a un bastón, a un escaño parlamentario y a la presidencia honorífica del partido que fundó cuando estaba seguro de que su destino era dirigir España.

Manuel Fraga, en un mitin de la campaña electoral gallega en octubre de 1997.
Manuel Fraga, en un mitin de la campaña electoral gallega en octubre de 1997.BERNARDO PÉREZ

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.
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