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Columna
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Fraude de Constitución

La Constitución se diferencia de las demás normas jurídicas por muchas cosas, entre otras porque tiene intérpretes privilegiados. La Constitución es interpretada en primera instancia y de manera exclusiva y excluyente por el legislador, por las Cortes Generales y la interpretación que de la Constitución hacen las Cortes Generales únicamente puede ser revisada por el Tribunal Constitucional. Todos los demás operadores jurídicos, sean públicos -esto es, los diferentes gobiernos, estatal, autonómico, municipal, así como las diferentes administraciones públicas y los jueces y magistrados que integran el poder judicial- o privados, todas las personas físicas o jurídicas, tenemos que ajustar nuestra conducta a la interpretación que de la Constitución ha hecho el legislador o, en el caso de que el Tribunal Constitucional se haya pronunciado sobre tal interpretación, a la sentencia de dicho Tribunal.

La desvergüenza del tribunal con Ciudadanía es casi insuperable
No se entiende por qué Aguirre se ha metido en este berenjenal

En consecuencia, cuando el Gobierno, estatal o autonómico, dicta un reglamento en ejecución de una ley o cuando un tribunal de justicia dicta una resolución en un recurso contra uno de dichos reglamentos, el canon con el que tiene que ser analizada esa norma jurídica es la ley y no la Constitución. Un reglamento únicamente puede ser legal o ilegal. No puede ser anticonstitucional o, mejor dicho, será anticonstitucional de manera mediata por haber infringido el principio de legalidad, pero no de manera inmediata.

Esto es algo que se enseña en los dos primeros años de la licenciatura y que constituye una de las premisas indiscutibles en las que descansa el ordenamiento jurídico de España y de los demás Estados constitucionales europeos continentales. Es algo que no se puede no saber por nadie que pretenda ejercer la profesión.

Por eso únicamente cabe calificar de fraude de Constitución las decisiones adoptadas por la Sala de lo Contencioso Administrativo de Sevilla del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía respecto de las órdenes dictadas por la Consejería de Educación para hacer posible la impartición de la asignatura Educación para la Ciudadanía prevista la Ley Orgánica de Educación. La sala salta por encima de la interpretación que las Cortes Generales han hecho de la Constitución en dicha ley orgánica y recurre directamente a la Constitución para anularlas parcialmente o para admitir la objeción de conciencia, sin elevar la cuestión de constitucionalidad sobre la mencionada ley orgánica al Tribunal Constitucional.

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La desvergüenza de esta manera de proceder es difícilmente superable. La Sala no puede no saber que no puede hacer lo que ha hecho y que, en consecuencia, está cometiendo el delito de prevaricación. Pero como también sabe que nadie le va a exigir la responsabilidad penal que correspondería, ha decidido hacerlo.

Es un caso de corrupción institucional en el sentido fuerte del término, de desnaturalización de la institución por parte de quien es portador de la misma. Formalmente los tres magistrados que han constituido la mayoría de la Sala han actuado como jueces. Materialmente han actuado como unos delincuentes, que han hecho un uso desviado del poder que la Constitución les confiere.

A la desvergüenza de los jueces ha seguido la desvergüenza de la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, que se ha amparado en la sentencia de la Sala de Andalucía para poner en marcha un registro de objeción de conciencia sin cobertura legal de ningún tipo.

No se entiende muy bien por qué Esperanza Aguirre se ha metido en este berenjenal. El Tribunal Supremo va a anular con seguridad la sentencia de la Sala de Sevilla y va a obligar a que se cumpla la ley y a que, en consecuencia, los alumnos tengan que cursar Educación para la Ciudadanía. ¿Qué gana obligando al Tribunal Supremo a poner de manifiesto que ha actuado de manera desvergonzada?

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