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Columna
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Fue posible. En peor momento

Soledad Gallego-Díaz

"La eficacia del Tribunal Constitucional depende de la independencia de sus magistrados y de la no consideración del tribunal como una continuación de la política por otras vías (...) Es posible que los magistrados tengan unas ciertas simpatías ideológicas o determinados criterios sobre problemas económicos, sociales o culturales, pero todo ello se pone entre paréntesis en el momento en el que se es juez (...) Esto no es sólo una condición de la magistratura constitucional sino de todas las especies de magistraturas. Un juez puede tener un criterio sobre el divorcio, pero cuando juzga un caso tendrá que aplicar la ley y no otra cosa". Quien así hablaba fue el primer presidente del Tribunal Constitucional español, Manuel García Pelayo.

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García Pelayo no era un ingenuo que desconociera el funcionamiento de la justicia y de la política española de la época. En aquellos momentos era, probablemente, el mejor y más reconocido experto español en derecho constitucional, aunque llevara años ejerciendo su magisterio en la Universidad de Caracas. Simplemente sabía que ningún Tribunal Constitucional del mundo puede desarrollar su función sin esa total independencia de criterio. Lo ingenuo no era exigirla, sino pensar que se podía mantener el prestigio y la eficacia de un tribunal semejante sin demostrar, día a día, la autonomía de sus integrantes respecto al Gobierno, a los diferentes partidos políticos y a todo tipo de instituciones, incluidas, por supuesto, las religiosas.

En un país en el que tanto se reivindica la memoria histórica no estaría mal que se recordara también lo que pasó no hace un siglo sino algo más de 20 años. Los magistrados (y magistradas, puesto que había una mujer) de aquel primer Tribunal Constitucional fueron nombrados por el Gobierno de UCD (dos), por el Congreso de los Diputados (cuatro), por el Senado (cuatro) y por el Consejo General del Poder Judicial (dos). Eran momentos difíciles, bastante más difíciles que los actuales, con una situación económica muy deteriorada y con una actividad terrorista brutal (más de 90 víctimas en 1980).

En esas circunstancias, los miembros del Constitucional fueron capaces de hacer caso omiso de las indicaciones del Gobierno, que hizo llegar su deseo de que Aurelio Menéndez fuera elegido presidente. Los magistrados decidieron, por unanimidad, designar a García Pelayo, en reconocimiento a su mayor magisterio y prestigio. Así, un catedrático emigrado, que había sido oficial de Estado Mayor de la República, se convirtió en el primer intérprete de la recién aprobada Constitución. García Pelayo, un hombre independiente, fue la primera demostración de la independencia del tribunal. Menéndez, ilustre jurista y un caballero muy discreto, esperó unos meses para presentar su dimisión y volver, sin el menor ruido, a su cátedra. "Es fundamental que todos los actores de nuestra vida política renuncien a la tentación de hacer del tribunal un órgano político", aseguró.

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Todo esto viene a cuento de la próxima renovación del Tribunal Constitucional y de la exigencia que debe tener toda la sociedad para evitar que se reproduzcan las manipulaciones cometidas en los últimos años. No es una ingenuidad exigir que los nuevos magistrados sean, por encima de todo, independientes y competentes. No hacerlo no es una lección de pragmatismo político sino de grave y peligrosa dejación democrática.

Los nuevos magistrados deben ser independientes y deben, además, parecerlo, porque llegan a un tribunal que ha estado sometido a presiones políticas intolerables y que necesita, urgentemente, recuperar la discreción y el prestigio. De nada valdrá que los dos principales partidos del país, PSOE y PP, hayan alcanzado un acuerdo para la necesaria renovación de cinco de los 12 magistrados del tribunal si esa renovación se produce, de nuevo, con criterios inexplicables, por no hablar de decisiones de carácter claramente partidista.

Los ciudadanos con memoria sabemos perfectamente en qué consiste la independencia de ese tribunal: en exigir las condiciones que explicitó García Pelayo en 1980. Y si para evitar que lleguen al tribunal candidatos indeseables no queda más remedio que ejercer el derecho de veto, ejérzase y plántese cara, de una vez, al deterioro irresponsable de una de las principales instituciones de este país.

(Entre los nombres de los candidatos que ya empiezan a circular figuran algunos que pertenecen a organizaciones religiosas católicas muy conocidas por su fuerte militancia contra el derecho a abortar. ¿Sería posible que, llegado el momento, los diputados y senadores ante los que deberán comparecer esos candidatos les exijan una declaración expresa en el sentido de que su creencia y militancia religiosa no influirá en su criterio cuando tenga que interpretar la Constitución y analizar la nueva ley de interrupción del embarazo? ¿O que se comprometan a no participar en esas deliberaciones?). solg@elpais.es

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