_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Gaza en España

José María Ridao

España no es el único país en el que el ataque israelí contra Gaza ha suscitado emociones encontradas, pero sí de los pocos en los que esas emociones se han utilizado para alimentar la mezquina y sempiterna querella doméstica. Salvo raras excepciones, dos semanas de muerte y destrucción no han permitido leer comentarios favorables a la estrategia de Israel que no insistieran, de paso, en cebar la caricatura del progresista contra la que desahogan sus pasiones quienes se sitúan en el ámbito conservador. Si hasta ahora el progresista era para ellos un ser taimado, dispuesto a traicionar la libertad y la democracia, tras el estallido del conflicto de Gaza se ha convertido en una criatura angelical, incapaz de entender, según se le reprocha, realidades elementales como que todo país tiene derecho a defenderse o que la guerra no distingue entre combatientes y civiles. Pero taimado o angelical, ese progresista, esa caricatura del progresista que ha vuelto al primer plano durante estas dos semanas, siempre cumple la misma función: demostrar que también las posiciones de cada cual ante este terrible conflicto pueden explicarse por la división entre derecha e izquierda.

"Lo que está en juego no es el derecho de Israel a defenderse, sino a hacerlo como lo ha hecho"
Más información
Miles de personas recuperan el espíritu del 'No a la guerra' por el ataque a Gaza

Si fuera así, habría sólidas razones para recelar del futuro, no sólo en Oriente Próximo. Porque ese supuesto automatismo, esa ilusoria posibilidad de reducir a la querella doméstica cualquier opinión sobre los asuntos más graves, como es la vida o la muerte de inocentes, sólo significaría que, en España, derecha e izquierda carecen de una base moral compartida, por encima de las legítimas diferencias políticas. La responsabilidad a la que, como españoles, como ciudadanos de un país en el que las opiniones se pueden expresar en libertad, nos convoca el conflicto de Gaza no consiste en aplaudir a uno u otro contendiente, como si fuera un torneo deportivo, sino en otra cosa: en reforzar, no destruir, esa base moral para que la razón no se confunda con las razones de las partes y en extraer lecciones universales, no coartadas ni excepciones, para que el recurso a la ocupación, al asedio, a la humillación o a la fuerza contra poblaciones indefensas sea una tentación de la que tengan que responder quienes hayan cedido, y en la proporción exacta en que hayan cedido.

Lo que está en juego en Gaza no es el derecho de Israel a defenderse, sino a hacerlo como lo ha hecho. Frente a los más de 800 muertos y más de tres mil heridos que han provocado hasta ahora sus acciones no cabe responder que ha demostrado contención durante años; si la demostró, la perdió por completo a partir del 27 de diciembre, cuando en una primera pasada por las ciudades de la franja dejó dos centenares de muertos, muchos de ellos civiles, una cifra que se ha multiplicado por cuatro tras dos semanas de ataque. Y, menos aún, cabe explicar el horror que muchos españoles han experimentado ante las imágenes de cadáveres despedazados a una reacción ingenua provocada por una supuesta campaña de propaganda palestina, puesto que esos cadáveres están ahí, esos cadáveres pertenecen a víctimas de los ataques israelíes. Aun en la hipótesis de que Hamás hubiera ideado un plan maquiavélico para capitalizar esas imágenes, la responsabilidad de Israel en la muerte de los civiles que aparecen en ellas seguiría siendo la misma. Y tampoco vale con que se diga que Hamás ha utilizado a los civiles como escudos humanos; si lo hubiera hecho se habría colocado al margen del derecho internacional humanitario tanto como si Israel, sabiendo que eran escudos humanos, no hubiera dudado en abatirlos en pos de su objetivo, convirtiéndolos en víctimas por partida doble.

Nada tiene de extraño que, como se ha dicho en España siguiendo a Glucksman, se niegue que el ataque israelí sea desproporcionado y, al mismo tiempo, se afirme que ésta no es una guerra para hacer que las reglas se respeten, sino para establecerlas. Lo que Gluscksman y quienes le han seguido en este razonamiento sugieren es que, en las nuevas reglas que se pretende establecer mediante el ataque masivo contra Gaza, la proporcionalidad no sería una condición de la legítima defensa. En ese caso, mejor que se diga abiertamente en lugar de librarse al ejercicio de alterar el significado de las palabras. Porque si no sólo se prescinde de una base moral compartida, sino también de un lenguaje compartido, de un lenguaje en el que hasta ahora se expresaban las reglas que eran muestra y orgullo de civilización, entonces habremos sembrado la semilla del desastre. En Gaza, en España, en todas partes.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_