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Columna
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González y la globalización

José María Ridao

"La globalización, incluida la del sector financiero", decía ayer Felipe González en la excelente entrevista de Juan José Millás, "es la consecuencia de dos fenómenos": la caída del muro del Berlín y la revolución tecnológica. Al hacerse eco de esta explicación estereotipada, González estaba dando por buena como analista una idea que no inspiró su acción como gobernante: la idea de que pueden existir procesos económicos al margen de la voluntad y, por tanto, de la responsabilidad humana. En ningún sitio estaba escrito que la caída del muro de Berlín y la revolución tecnológica habrían de dar paso a la globalización, ese concepto con rasgos de ídolo originario al que se imputa el advenimiento de la supuesta nueva era en la que vivimos. Si lo dieron, fue porque el sentido en el que se interpretaron y con el que se incorporaron a un programa político permitió presentar la desregulación del sector financiero, entre otras medidas que definen la globalización, como resultado inevitable de unos hechos, no de unas concretas decisiones políticas.

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La condescendencia de González hacia la explicación estereotipada de la globalización es la misma de la que ha hecho gala la izquierda democrática, hasta quedar atrapada en una contradicción irresoluble: la de buscar respuestas propias a partir de un análisis ajeno. En los mismos años en que cayó el muro y se desarrollaron las nuevas tecnologías, tuvo lugar otro acontecimiento decisivo al que, sin embargo, no se suele responsabilizar de la globalización. Dos de los países con las economías más desarrolladas del mundo, Estados Unidos y el Reino Unido, llevaron a cabo la revolución conservadora, un programa político que Ronald Reagan y Margaret Thatcher aplicaron primero en el plano interno pero que, después, exportaron al resto del mundo con la ayuda de una ingente literatura procedente de esos templos de la ortodoxia que son los think tanks, y que luego trasladaron a las instituciones económicas internacionales. Inspirados por esa literatura, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, además de organismos como la OCDE, generaron una doctrina e inspiraron unas políticas que, contempladas a la luz de la crisis actual, aparecen como lo que eran: auténticos dislates, más próximos del pensamiento mágico que de la experiencia económica acumulada. Recuérdese tan sólo que hace menos de una década se decía, por ejemplo, que la desregulación de los mercados terminaría con los ciclos de expansión y recesión.

La idolatría del mercado, en contra de lo que dice González, no es en sí misma un nuevo totalitarismo; sino la inquietante premisa sobre la que se puede llegar a construir, porque se trata de una manifestación de ese género de ideologías que, en palabras de Hannah Arendt, "pretenden ser las claves de la Historia y que no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad". La posición en la que se ha colocado la izquierda democrática, y que amenaza con alejarla del poder durante mucho tiempo, es la de combatir el enunciado de la idolatría del mercado para, a continuación, aceptar como una inevitable fatalidad sus devastadoras consecuencias. Es lo que hace González cuando asegura que el principal problema al que se enfrenta la sociedad actual es la empleabilidad, no el empleo. Por empleabilidad entiende la capacidad que han de adquirir los individuos para encontrar un puesto de trabajo alternativo cuando el suyo sea destruido a consecuencia de las políticas inspiradas en esa idolatría. En verdad, da miedo pensar en el modelo de sociedad que presupone el concepto de empleabilidad; una sociedad en la que la vocación de los individuos, el aprovechamiento de sus capacidades específicas, las habilidades adquiridas por su experiencia y, en definitiva, su libertad, queden supeditadas a la necesidad de encontrar un empleo, sea el que sea.

Si la izquierda democrática quiere recuperar las posiciones que ha perdido tendría que convencerse de que debe ser radical en los análisis para estar en condiciones de proponer soluciones pragmáticas, y no al contrario. La globalización no se explica por la caída del muro de Berlín y la revolución tecnológica, sino por el sentido que impuso a esos dos hechos la revolución conservadora. De lo que ahora se trata es de que la izquierda democrática les dé un sentido diferente, haciendo el camino inverso, si es que todavía dispone de fuerza suficiente para hacerlo. Primero, promoviendo en las instituciones económicas internacionales otra doctrina que inspire políticas distintas de las que llevaron a considerar la desregulación como una panacea y, después, aprovechando ese margen para combatir en el plano interno los devastadores efectos de la idolatría del mercado. Entre otros, ese que exige que el hombre nuevo de la nueva era adopte como máxima la de la empleabilidad.

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