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La protesta del 29-S
Columna
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Huelga de caballeros

José María Ridao

Dentro de dos días tendrá lugar la huelga general más extraña que se ha convocado durante el periodo democrático en España. Extraña, en primer lugar, porque los sindicatos no desean un éxito de tal magnitud que deje al Gobierno contra las cuerdas. Pero extraña, además, porque el Gobierno teme un fracaso que cause un daño irreversible a los sindicatos. Lo que podría suceder es que, a la búsqueda de una alquimia tan compleja, terminaran por pagar el coste tanto los sindicatos como el Gobierno. Porque, a fin de cuentas, ni uno se ha comportado como el garante de los derechos de los trabajadores que proclamaba ser, ni los otros habrán actuado como sus más resueltos representantes. Si la desmovilización electoral de la izquierda es alta antes de la huelga, después podría acentuarse ante lo que muchos ciudadanos golpeados por la crisis podrían considerar como un simple juego de salón realizado a su costa.

Es una ratonera en la que si la huelga general triunfa, malo, pero malo también si fracasa
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Los sindicatos han hablado de huelga preventiva para referirse al paro que tendrá lugar pasado mañana. Preventiva, en este caso, significa que dan implícitamente por irreversible la reforma laboral que llevó a anunciar la convocatoria con meses de adelanto. Y confiar en que la movilización impedirá al Gobierno adoptar medidas adicionales como la anunciada reforma de las pensiones supone, paradójicamente, despejar el camino para que la emprenda. Porque, ¿qué podrían hacer los sindicatos si, bajo la eventualidad de nuevas tensiones contra la deuda española, el Gobierno la llevara a cabo en un plazo no lejano? ¿Convocar otra huelga general? ¿Quién estaría dispuesto a secundarla cuando la anterior, la del próximo día 29, habría demostrado su inutilidad, tanto retrospectiva, con respecto a la reforma laboral aprobada, como preventiva, en lo tocante a la de las pensiones que está por venir? La ratonera en la que podrían estar adentrándose los sindicatos no es distinta de la que se ha tendido a sí mismo el Gobierno en la gestión de la crisis. Una ratonera en la que si la huelga triunfa, malo, pero malo también si fracasa.

La izquierda política que enarbolaba jactanciosamente el Gobierno y la social que invocan los sindicatos parecen abocadas a un enfrentamiento que no desea ninguna de las dos partes. Es por eso por lo que los servicios mínimos se han establecido de común acuerdo, y también por lo que la habitual guerra de cifras sobre el seguimiento será, previsiblemente, menos extrema que en otras ocasiones. Este derroche de fair play, esta huelga, por así decir, de caballeros, podrá, a lo sumo, minimizar los daños, pero no impedir que se produzcan, dejando a la izquierda tanto política como social un vago regusto de impotencia ante la crisis. El mismo regusto que, en el resto de Europa, está abriendo un espacio creciente a las recetas populistas, aunque con la única diferencia de que, en España, es el principal partido de la oposición, y no fuerzas políticas de nuevo cuño, quien se apresta a ampliarlo. Es difícil entender las razones por las que el PP no aprovecha la distancia que le otorgan las encuestas para mantener a raya el populismo y prefiere, en cambio, levantar también esa bandera, engordándola y preparando el camino para que tarde o temprano otras fuerzas políticas se la arrebaten. Esperar es la única actitud a la que se parece invitar a los ciudadanos ante esta situación cada vez más desencantada, en la que los sindicatos temen por el Gobierno y el Gobierno por los sindicatos. Esperar que pase la huelga general y, luego, esperar que se celebren las elecciones catalanas, esperar que el Gobierno apruebe los Presupuestos y que comience un nuevo año, sólo para seguir esperando. Pero, ¿esperando qué? En algún momento el Gobierno tendría que tomar conciencia de que le corresponde dar una respuesta en lugar de seguir mirando de reojo al PP, que tampoco parece dispuesto a darla. El tiempo que resta de legislatura corre el riesgo de convertirse en una simple sucesión de citas en las que lo único que se dirime es quién se alzará con el poder, confiando, además, en los errores del adversario y no en el programa propio. Aunque no lo pretendieran los convocantes, la huelga general ha terminado por someterse a esta lógica y se ha convertido en una cita más de este calendario sin objeto. Nadie espera los resultados que corresponderían a una huelga, sino los que se puedan producir en el duelo inmóvil entre Gobierno y oposición. A los efectos de los derechos de los trabajadores, podría no haberse convocado y no pasaría nada. Como tampoco es previsible que pase nada por haberlo hecho.

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