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Tres niños solos

Los hijos de Alberto Jiménez-Becerril y Ascensión García ya saben que sus padres han muerto

Los sacaron de casa apresuradamente, cuando ya la calle estaba llena de serrín, de policías y de periodistas. La mayor, de nueve años, acertó a mirar a la derecha. Descubrió un revuelo de cámaras de televisión y le preguntó a la tata: "¿Qué es lo que pasa ahí?". A la mujer no se le ocurrió otra respuesta:"Es que Ana Obregón está rodando una película". Se los llevó al campo, a casa de tía Teresa, la hermana de Ascensión. Todavía por el camino -en un coche que extrañamente no se dirigió ese viernes al colegio y que llevaba la radio apagada- la niña preguntó: "¿Dónde están papá y mamá?" La excusa fue entonces que estaban de viaje, en "una cosa del partido".

Llegaron al campo y allí se encontraron con sus primas mayores, que, por casualidad, tampoco ese día tenían colegio y estaban dispuestas a jugar. La televisión, otra casualidad, se acababa de estropear.

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El niño, de seis años, insistió el sábado: "¿Y por qué no vienen papá y mamá?".Tía Teresa contuvo la respiración y le respondió que habían sufrido un atentado."¿Y eso qué es?", quiso saber. "Un accidente", zanjó. La niña de tres años siguió en sus juegos, el chaval de seis se puso serio y decidió guardar silencio. La de nueve años callaba. Como sólo lo hacen los que saben mucho.

Los terroristas de ETA también sabían demasiado. Sabían de Alberto, de Ascensión; de la calle donde vivían, de la esquina por dónde pasaban; del arma adecuada, de la munición, de la muerte y de la huida. Sabiendo tanto, ¿desconocerían quizá que Alberto Jiménez-Becerril y Ascensión García Ortiz tenían tres hijos pequeños? Nunca ETA mandó callar sus pistolas ante un argumento así. Durante años, Juanjo Dorronsoro, el marido de Yoyes -la etarra arrepentida ejecutada por sus ex compañeros-, tuvo que escuchar la misma pregunta de su hijo, Akaitz: "¿Mamá no va a volver?".

El rastro de ETA está lleno de huérfanos, pero el viernes, en Sevilla, los etarras dieron un paso más en su locura. Les quitaron a los hijos de Alberto y Asen la oportunidad de preguntarle a alguno de sus padres por la ausencia del otro. Ayer regresaron los niños a Sevilla después de unos días en el campo. Pero no a su casa, que sigue tan vacía como al amanecer del viernes, cuando un Seat Ibiza conducido por Fernando Iwasaki, vecino de la pareja asesinada y escritor de profesión, abandonó la calle que se llenaba de cámaras de televisión. Entre él y la tata los fueron engañando, aplazando su encuentró con una verdad tan horrible. "Está bien que no se les diga la noticia de golpe, que se vayan enterando poco a poco, pero no será bueno que se les oculte durante demasiado tiempo", explicó ayer a este periódico una psicóloga sevillana acostumbrada a tratar con niños. "No existe", añadió, "nada que evite un encuentro dramático de los niños con su nueva realidad, pero hay que intentar que el choque sea lo menos trágico posible; creo que, por ahora, la familia lo está haciendo bien".

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Una familia golpeada tantas veces en tan poco tiempo. El sábado por la tarde, apenas unas horas después del entierro de Alberto y Asen, algunos familiares decidieron ir a ver a los niños. Cambiaron sus ropas, negras de luto por otras más alegres, se secaron las lágrimas, hicieron votos por parecer contentos. Segundos antes de salir de casa, sonó el teléfono. Era la noticia de una nueva desgracia. Marisol, la tía materna de Alberto Jiménez-Becerril, acababa de morir en accidente. "Es fundamental", sigue hablando la psicóloga, "que no se modifique demasiado el entorno de los niños, que sigan en el mismo colegio -las niñas en las Irlandesas, el niño, en el Claret-, con los mismos amigos.. Que una pérdida tan irreversible no se agrave aún más".

Ya saben que sus padres han muerto, que fue un accidente, que no volverán. Pero no saben -eso no, cómo explicarle esas cosas a un niño- que fue por la espalda, un pistolero de ETA, alguien con quien ni su padre ni su madre cruzaron jamás una palabra. Otro valiente experto en disparar por la espalda. No saben tampoco -¿lo sabe alguien quizá?- por qué sus padres están hoy muertos y enterrados, tan jóvenes, tan alegres, tan enamorados. No les han dicho -ya lo sabrán- que ETA se podía haber ahorrado una bala, que matando a Alberto, Ascensión se hubiese muerto de pena. No saben -ya les enseñarán los periódicos de estos días cuando sean mayores- que al funeral asistió una Infanta de España, el presidente del Gobierno y de la Junta de Andalucía, ocho ministros y mucha gente importante.

Y tampoco saben -no llegarán a decírselo- que el domingo por la noche, tres días después del atentado, nadie de ningún organismo oficial se había puesto en contacto con la familia para ofrecerle la ayuda de un psicólogo; de un experto que les ayudara en la difícil tarea de explicarles a tres niños solos que papá y mamá no van a volver nunca.

La niña mayor volverá dentro de unos días a recorrer las calles del barrio de Santa Cruz, las que conoció de la mano de su padre camino de las clases de inglés en el Instituto Británico, de la academia donde aprendía a bailar sevillanas. Dentro de unos días, al chaval, en el colegio, algún compañero de pupitre le retransmitirá en diferido la tragedia. "Nadie podrá evitar que eso ocurra", dice la psicóloga.

Que se enteren de todo lo que pasó mientras ellos dormían tan cerca, un tiro y otro, sus padres en el suelo, muertos para siempre. Que lo sepan incluso por las palabras crueles que los niños utilizan a veces; por la lástima de la gente al mirarlos; por el llanto de su abuela Teresa.

La familia de Alberto Ascensión, sus amigos, creen que el trago más amargo será para la niña de nueve años, que los otros -tres y seis años- distraerán la pena con sus juegos, se olvidarán más fácilmente. La psicóloga no cree que eso vaya a ser así. La mayor llorará por su padre y por su madre, por no poder disfrutarlos más; los pequeños, por no haberlos saboreado apenas. El rastro de ETA está lleno de huérfanos, pero el viernes, en Sevilla, los etarras dieron un paso más en su locura.

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