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Reportaje:

"Jamás volveré a navegar"

Relato de la aventura de dos marineros canarios que tuvieron que sobrevivir durante 23 días a la deriva a bordo de un pequeño pesquero

Antonio Jiménez Barca

El capitán de barco jubilado Cristo Herrera sale del coche de su vecina Lourdes vestido todavía con el pijama del hospital en el que ha recibido el alta hace una hora. Se dirige caminando lentamente hacia el adosado donde vive, en el pueblo de Agaete, a 30 kilómetros de Las Palmas. Pero su vecina Lourdes le coge del brazo: "Primero a mi casa. A comer y a descansar algo". El capitán, de 70 años, sonríe. Se encuentra exhausto. Se ha mareado de debilidad en el viaje en coche desde el hospital.

Tiene la piel de la cara y del cuello muy brillante, requemada, fruto de pasarse días enteros de pie al sol en el puente de mando a fin de encontrar en el horizonte algún barco que les rescatase. Él y el patrón del barco, José Quevedo, fueron rescatados el viernes a 300 kilómetros al sur de Gran Canaria después de flotar durante 23 días sin motor ni batería ni radio. "Jamás volveré a navegar", se promete el viejo capitán Herrera un rato después, al salir de la casa de la vecina, "jamás", repite.

Los motores se averiaron a las pocas horas de salir de Barbate
Los tripulantes aprovecharon las corrientes para acercarse a Canarias

El 13 de marzo, José Quevedo, de 61 años, y Herrera partieron del puerto de Barbate rumbo a Gran Canaria. El primero se había comprado el barco por Internet, un pequeño pesquero de dos motores y 10 metros de eslora, y pidió a su amigo que lo pilotase. La travesía iba a durar tres o cuatro días. Herrera, un marinero retirado, un tipo solitario, poco hablador y algo misántropo, no se lo pensó mucho y accedió. Al zarpar, Quevedo prometió a sus hijos llamarles cada 100 millas. No los llamó ni una vez. Sus hijos sí que le llamaron pero para su desesperación, la única vez que alguien respondió el que lo hizo fue un desconocido que hablaba en árabe dialectal marroquí. El 15 de marzo pusieron el caso en manos de las autoridades. Ese día, Lourdes Quintana, la vecina de Cristo, contactó con la familia Quevedo. Todos tenían las mismas preguntas: ¿Qué había pasado? ¿Quién era ese marroquí que respondió una vez al móvil? ¿Dónde estaban?

El viernes, cuando todo había terminado, en la sala de Urgencias donde le examinaban, el capitán Herrera tuvo tiempo de responder a su amiga: según le explicó, a las pocas horas de zarpar, falló uno de los motores y las baterías encargadas de generar electricidad. Poco después, falló el otro motor. En pocas horas se habían quedado sin radio y sin potencia. Comenzaron a alarmarse. Entonces, un barco pesquero marroquí se les acercó. No les ayudaron mucho. Herrera aseguró a Lourdes que uno de los pescadores robó el móvil de Quevedo. De ahí la respuesta cuando los hijos llamaron a su padre. El teléfono de Herrera se quedó primero sin cobertura y luego sin batería.

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Los días siguientes fueron peores. El viejo capitán jubilado utilizó toda su habilidad marinera para intentar gobernar un barco ingobernable. Ató una manta a modo de vela. Consiguió que el barquito fluyera por la corriente buena, la que apuntaba a las islas. De hecho, las atravesó, ya que el barco navegó, en dirección sur, por el pasillo marítimo que separa Gran Canaria de Fuerteventura. Pasaron relativamente cerca de la costa pero nadie les vio o los que los vieron nunca supieron que a bordo viajaban dos condenados a muerte. Desde el puente, ajeno al sol que le quemaba la cara y los hombros, el viejo capitán examinaba el horizonte en busca de los buques que también aprovechaban esa corriente. Vieron cerca de 30. A todos les hicieron señas: con los brazos, con las sábanas, con las 30 bengalas que guardaban en el interior del barco. En vano. "Incluso Cristo me dijo que uno de esos barcos paró, los vio, y se fue sin ayudarles", explica Lourdes. "¿Cómo es posible que no los vieran las patrulleras que se supone que tenían que buscarles? ¿Cómo los buscaron?", se pregunta.

Salvamento Marítimo investigará el hecho debido a que no se explica muy bien el incidente, informa Juan Manuel Pardellas. También la policía y la Guardia Civil interrogarán a los dos marineros para descubrir los fallos que anularon los motores y las baterías y aclarar la ruta utilizada.

Siempre tuvieron agua, pero la comida se acabó el decimoquinto día de navegación. Además, el viernes por la mañana en el barco el capitán jubilado supo otra cosa: les quedaba poco tiempo, no más de 24 horas, para ser rescatados. Cuando se cumpliese ese plazo, entrarían en otra corriente diferente que le arrastraría sin remedio hacia el oeste, de la misma manera que lleva años empujando hacia Brasil a los cayucos que fracasan en su intento de alcanzar Canarias. O se salvaban ese día o morirían de sed y de locura en algún lugar entre América y Canarias.

Entonces, la mañana de ese mismo viernes, pocas horas antes de que el barco virara hacia la muerte, vieron un mercante de bandera chipriota. Volvieron a hacer señas, a mover las sábanas. Harto de que nadie les hiciese caso, Quevedo se tiró de cabeza para llamar la atención. Los del mercante supieron entonces que se las tenían ante un loco o un desesperado y pararon las máquinas para sacarlo del agua.

Así, un día después, cuando podía estar rumbo a Brasil en un ataúd flotante, el viejo capitán solitario abría la puerta de su adosado de Agaete. Y juraba no volver a navegar en lo que le queda de vida.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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