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Columna
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Laberinto sucesorio

José María Ridao

Lo que faltaba: además de los barones territoriales preocupados por las elecciones de mayo; de los aspirantes a liderar el Partido Socialista; de los militantes a la espera de saber qué pasa; y de los exégetas del mínimo indicio procedente de La Moncloa; ahora también los empresarios más importantes del país han puesto su granito de arena en el laberinto sucesorio en el que, no se sabe por qué, se metió el jefe del Gobierno.

No se trata, por descontado, de que los empresarios no tengan derecho a pronunciarse sobre un asunto que les afecta, ni de que no lo hayan hecho con argumentos razonables. Es más, puede que su petición de que se aplace la decisión hasta 2012, repitiendo o no la escena ante los periodistas en la próxima copa navideña, sea la que finalmente se imponga.

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Si esto era lo que faltaba es, sencillamente, porque los costes de provocar un anticlímax después de haber cebado el clímax previo pueden resultar demoledores para el Partido Socialista, de manera que cuando el presidente del Gobierno venga a desvelar sus intenciones, estas no le importen ya rigurosamente a nadie. Entre otras cosas, porque la expresión "aplazar el debate sucesorio hasta 2012" solo significa que, hasta 2012, el Partido Socialista no hará otra cosa que desangrarse en el debate sucesorio. A partir de este momento y hasta que llegue la fecha fijada para el banderazo, sea este año o en el que viene, no habrá reunión del presidente con un miembro de su Gobierno que no se interprete como un respaldo o una desautorización; no habrá declaración suya en la que no deje de mirarse al trasluz hasta el tiempo en el que conjuga los verbos; no habrá silencio al que no se le busque un doble sentido. Y todo ello multiplicado por el efecto que causarán las palabras y gestos de los potenciales sucesores.

Por el momento se desconoce el contenido del discurso que pronunciará el presidente del Gobierno en el Comité Federal de su partido previsto para el 2 de abril, aunque haya trascendido que no tiene intención de hablar sobre su futuro. El listón para que sus palabras resulten de algún interés está tan alto que es difícil imaginar los asuntos que debería abordar para superarlo. No porque esos asuntos no existan, desde las próximas medidas económicas hasta la participación española en las acciones militares contra Libia, sino porque lo único que importa, a tenor de la expectación que primero se liberó de la botella y después se ha intentado encerrar de nuevo, es la sucesión. Ni refiriéndose a ella, ni evitándola, conseguirá ya que su intervención se interprete en otra clave.

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Han sido tantas las voces que dentro y fuera del Partido Socialista se han pronunciado sobre la sucesión que tal vez ninguna decisión del presidente del Gobierno pueda ya contentar a todas, evitando las fracturas internas y la pérdida de apoyos exteriores que lo irán dejando cada vez más solo.

Si hace caso a la petición de los empresarios y aplaza la decisión hasta 2012, los barones territoriales que proponían despejar la incógnita cuanto antes se sentirán postergados y le responsabilizarán de la derrota electoral que padezcan algunos de ellos. Si hace caso a estos, los empresarios le reprocharán haber puesto en peligro la recuperación. Pero es que, además, los sucesores que han empezado a perfilarse también tienen preferencias distintas sobre el momento en que debería abrirse la carrera. Unos u otros saldrán inevitablemente perjudicados y, con ellos, los apoyos que han ido cosechando en el partido.

En medio de este caótico deambular para encontrar la salida del laberinto sucesorio en el que, como en todos, hubiera sido mejor no entrar porque luego no hay forma de salir, los dirigentes socialistas parecen haberse desentendido del mensaje que están transmitiendo a sus potenciales votantes. Lo que les dicen, queriendo o sin querer, no es que están a la búsqueda del mejor candidato para ganar las elecciones, sino del menos malo para perderlas. En fin, todo un programa para movilizar a un electorado que, hastiado de no entender nada, ha cambiado el miedo al Partido Popular por la resignación ante su victoria. El presidente que se jactaba de ser el único de izquierda que había tenido el país desde la transición, achacando cualquier crítica a la ceguera generacional cuando no al rencor, se arriesga a ser el que deje a la izquierda más desamparada que nunca. Y eso, se vaya, se quede, o haga lo que le parezca invocando la pamema del manejo de los tiempos.

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