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Columna
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Neoproteccionismo

El sistema financiero de EE UU está enfermo de endeudamiento crediticio

Enrique Gil Calvo

El Plan Paulson de rescate público de activos tóxicos, que por su impacto sobre el sistema financiero estadounidense alcanza repercusión mundial, está despertando reacciones encontradas. La mayor parte de los observadores lo considera necesario, en tanto que urgente intervención quirúrgica destinada a extirpar un tumor maligno cuya metástasis amenaza con ir corroyendo la economía real hasta el punto de destruir sus tejidos vitales. Pero si bien la cirugía se entiende como necesaria, no a todos les parece también eficaz, ni mucho menos justa. Por el contrario, bastantes analistas la rechazan alertando contra sus posibles efectos perversos, entre los que destaca el célebre riesgo moral.

Con este concepto se denuncia que garantizar la impunidad o la recompensa de quienes abusaron de la laxitud financiera implica crear incentivos para el exceso temerario como precedente para futuras situaciones análogas. Pero adicionalmente, este riesgo moral de nivel micro también encuentra su paralelo a escala macro, para elevarse hasta lo que podemos llamar riesgo sistémico. En efecto, la inyección masiva de liquidez en los mercados propiciaría una salida en falso de la crisis si quedaran sin corregir los excesos cometidos durante la espiral alcista anterior. Así ocurrió en 2001 (según acusa Krugman, entre otros), cuando con sus bajadas de tipos de interés Greenspan abortó la limpieza de la crisis financiera derivada del estallido de la burbuja de las puntocom, dando lugar así a nuevos excesos de liquidez que inmediatamente cebaron las subsiguientes bombas inmobiliarias, hipotecaria y crediticia.

Y ahora podría ocurrir otro tanto, si con sus masivas inyecciones de liquidez el Plan Paulson aborta la necesaria limpieza de los excesos cometidos por los hedge funds y la banca de inversión. Al fin y al cabo, el sistema financiero estadounidense está enfermo de apalancamiento, es decir, de ingente endeudamiento crediticio sin suficiente contrapartida en depósitos reales. Y para sanearlo, lo que el Plan Paulson propone es comprar el endeudamiento privado sucio con endeudamiento público limpio, avalado con Bonos del Tesoro estadounidense. Que es como salvar el apalancamiento privado con nuevo apalancamiento público con cargo al contribuyente. Pero si llegase a tener éxito (lo que tampoco está en absoluto garantizado), tamaña inyección de liquidez terapéutica pronto habría de traducirse en nueva liquidez financiera, creando las bases para que se forme una nueva burbuja especulativa.

¿Es esto intervencionismo keynesiano, o incluso socialismo financiero, como se teme el partido republicano? Parece claro que no. En realidad, es justo al revés, pues todas estas medidas no implican ninguna traición al neoliberalismo estadounidense. Por el contrario, el Plan Paulson se inscribe de lleno dentro de la tradición proteccionista que, desde el siglo XIX, explica el imparable ascenso de EE UU hacia el liderazgo económico del planeta. Tanto su potencial exportador como su iniciación de la segunda revolución industrial fueron protagonizados por los estadounidenses, gracias a un feroz proteccionismo arancelario sin sombra alguna de libre cambio. Un proteccionismo que se mantiene intacto al día de hoy, y cuya naturaleza no es en absoluto socialista sino manifiestamente elitista, pues esa continua protección pública con cargo al contribuyente sólo se presta a las grandes corporaciones privadas del complejo militar-industrial y energético-financiero.

De modo que el Plan Paulson nos devuelve de retorno al liberal y proteccionista siglo XIX: la época del imperialismo financiero en que las grandes potencias se disputaban el control geoestratégico del tablero mundial, enfrentadas en un Gran Juego cuyo teatro de operaciones también se centraba en el triángulo definido por los vértices del mar Negro, el mar Rojo y Afganistán. Y este neoproteccionismo actual también se manifiesta en la crisis de la OMC tras el fracaso de la Ronda Doha, así como en la incapacidad de superar coordinadamente la crisis energética y el inminente cambio climático, siendo de temer que los ecos políticos de la oleada neoproteccionista también lleguen a España.

Nuestro proteccionismo financiero se manifiesta ante todo por la intensificación de la competencia entre las comunidades autónomas, conflictivamente enfrentadas por la renegociación del sistema de financiación territorial. Pero este neoproteccionismo también se traduce en la aparente división abierta en el Gobierno entre el sector social-liberal presidido por Solbes, partidario de la limpieza financiera de la burbuja inmobiliaria, y el sector proteccionista encabezado por el ministro de Industria, que ya propone ahora comprar productos españoles para salvarnos de la crisis. Esperemos que su ardor proteccionista no le lleve a proponer a Zapatero un plan de rescate público para lavar el dinero negro succionado por la espiral alcista de la especulación inmobiliaria.

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