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Columna
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Paréntesis rosa

José María Ridao

Crisis de la deuda, augurios de recesión, millones de parados, temor ante el auge del antiparlamentarismo y de los movimientos populistas, en fin, toca hacer una pausa: doña María del Rosario Cayetana Alfonsa Victoria Eugenia Francisca Fitz-James Stuart y de Silva Falcó y Gurtubay, la octogenaria duquesa de Alba, acaba de contraer matrimonio con un hombre una veintena de años menor. Entre las fotos destacadas del enlace, una en la que la novia se arranca descalza por sevillanas mientras, a su lado, alguien rasga las cuerdas de una guitarra y una multitud da palmas y la jalea, la boca entreabierta en un gesto que recuerda algo. Solo al cabo de unos instantes se advierte, no sin estupor: en color e impresa como fotografía, no representada como óleo ni como aguafuerte, la escena de la multitud regocijada guarda estrictas similitudes con las pinturas negras de Goya, con las romerías y los aquelarres de los Caprichos. Ni las revistas del corazón ni la prensa seria se resistieron a la tentación de ofrecer esta imagen a sus lectores. Aunque también cabría decir: de echarles esta carnaza, invitándolos a convertirse en populacho.

La escena de la duquesa de Alba por sevillanas ante la multitud recuerda las pinturas de Goya

Que, por la razón que fuese, una anciana noble e inmensamente rica tomara la decisión de ofrecer este espectáculo desafiaba sobre todo a las convicciones últimas de quien se lo encontrase ante los ojos. Si por ser su protagonista noble e inmensamente rica se contemplaba con la satisfecha autocomplacencia de quien dice, mira, también estos se dejan ver en situaciones desconcertantes, dejándose arrastrar a continuación por la pendiente de la broma fácil, atentatoria contra la dignidad humana, lo que se está haciendo, en realidad, es decir que el respeto de la dignidad humana está condicionado a quién sea la persona que la porta. De la misma forma que, con la duquesa de Alba, se ha considerado derogado por tratarse de una anciana noble e inmensamente rica, habrá quien considere que también puede derogarse cuando se trate de una chica de barrio dispuesta a airear sus intimidades.

Y quien dice una chica de barrio, puede decir también un mendigo que, agobiado por la necesidad, decide ponerse el mundo por montera y bañarse desnudo en una fuente. O de alguien que, arrastrado por la desesperación o la locura, sale a la calle a realizar extravagancias. Si como en las pinturas negras o en los Caprichos, se congregase una multitud similar a la de las romerías o los aquelarres que representa Goya, nadie dudaría de que quienes se sumaran a esa multitud para hacer bromas del mendigo, del desesperado o el loco se envilece. Entonces, ¿por qué se considera que no nos envilece gozar de otros espectáculos al contemplarlos en la telebasura, en las revistas del corazón o, ahora también, en la prensa seria? Que los recojan, además, buena parte de los medios de comunicación extranjeros no responde a la pregunta, sino que demuestra que la extensión del mal es mucho mayor de lo que cabría imaginar. Que el respeto de la dignidad humana está mucho más en peligro de lo que jamás se hubiera supuesto, porque, con la excusa de que los medios de comunicación, todos los medios, recogen esos espectáculos, se ha encontrado la vía para hacer tantas excepciones como apetezca.

Quienes no son, quienes no somos periodistas pero, por escribir en los periódicos, hemos descubierto las grandezas de este oficio, vivimos como un íntimo desgarro sus incertidumbres y también sus miserias. Las miserias son sobradamente conocidas, y los propios periodistas, los mejores entre ellos, son los primeros en entablar un feroz combate contra ellas. Pero entre las incertidumbres existe una cuya sombra no deja de agrandarse desde que el poder corrosivo de la telebasura y del espectáculo va contaminando la totalidad del espacio. Cuando, como se suele alegar como coartada, alguien decide atentar contra su propia dignidad poniéndola en venta o directamente en la picota, ¿deben o no deben los medios de comunicación, debe o no debe la prensa seria, ayudarlos a que perpetren su propósito? ¿Basta apelar al concepto de "fenómeno sociológico" para descartar de un solo plumazo todas las dudas, todas las angustias, la inconmensurable profundidad de esta incertidumbre? La respuesta remite, una vez más, a las convicciones últimas, primero morales y, después, políticas. Porque si la fama, la celebridad se convierte en un saco donde, de manera indiferenciada, conviven un investigador y una famosilla, un artista prodigioso y un truhán que airea sus secretos de alcoba, se habrá creado la devastadora pasarela para que una misma persona, por el simple hecho de ser popular, acceda a un cargo representativo o se desgañite en una tertulia rosa. ¿O es que esto no ha sucedido?

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