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Columna
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Proscenio catalán

El principal debate del momento entre los partidos catalanistas consiste en decidir qué van a hacer si el Tribunal Constitucional recorta el Estatuto. En Euskadi hubo un debate similar en vísperas del pronunciamiento de ese mismo tribunal sobre la convocatoria de la consulta de Ibarretxe. El lehendakari anunció que si era desfavorable presentaría una demanda contra España ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Ahora, Artur Mas ha propuesto (EL PAÍS, 16-11-08) la convocatoria de un referéndum sobre el anteproyecto primitivo de Estatut: el aprobado por el Parlamento de Cataluña en septiembre de 2005. El argumento es que lo que ha refrendado el pueblo no puede ser modificado por un tribunal.

La propuesta de Artur Mas supone una presión ante el pronunciamiento del Tribunal Constitucional

La propuesta de Mas tiene en común con la del lehendakari el intento de desacreditar por adelantado una resolución diferente a la deseada y de presionar a los magistrados advirtiéndoles sobre las graves consecuencias de su decisión. También hay semejanza en la retórica: Ibarretxe habló de "liquidación del autogobierno vasco", y Mas de "condena a muerte del autogobierno catalán". Y como entonces en el País Vasco, otros partidos catalanistas proponen medidas más radicales, sobre las que se discute con fingida seriedad: ERC, por ejemplo, propone ignorar la sentencia y convocar un referéndum sobre el derecho a decidir.

Montilla, de acuerdo con Duran Lleida, también es partidario de dar una respuesta firme, pero propugna que sea unitaria y viable, en el sentido de no ilegal ni estrambótica. Pero no considera necesario precisar en qué consistirá porque, como en su momento a Ibarretxe, le parece inverosímil que pueda haber recortes importantes en un texto "plenamente legal".

El argumento de que lo refrendado por el pueblo no debería poder cambiarlo un tribunal tiene fuerza. Sin embargo, es la peripecia concreta del Estatut lo que lo debilita. Que el texto era plenamente legal también se dijo, y con gran énfasis, del proyecto salido del Parlament, y luego se admitió que muchas partes del mismo no tenían encaje constitucional. El propio Maragall ha reconocido (en el libro de E. Tusquets y M. Villanova sobre su vida, publicado este otoño) que el proyecto pretendía cambiar la Constitución a través de la reforma del Estatut: lo mismo que intentó Ibarretxe con su plan soberanista, y que fue la razón principal de su rechazo por el Congreso en 2005.

El proyecto del Parlament no era el resultado de una necesidad acuciante de defender el autogobierno en peligro, o de superar las insuficiencias de la Constitución, sino un "fruto del puro tacticismo: Maragall quiso presentarse más nacionalista que CiU, y CiU más nacionalista que Esquerra", declaró Duran Lleida en EL PAÍS el 12 de febrero de 2006. Y añadió que quienes habían dicho que no se podría "tocar ni un punto ni una coma" estaban "engañando a la ciudadanía".

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El callejón al que condujo aquel proyecto inviable llevó a intentar reconducirlo mediante el pacto entre Zapatero y Mas: éste aceptaba modificar los aspectos más obviamente inconstitucionales, introduciendo dosis de ambigüedad e imprecisión en los planteamientos, a cambio del compromiso socialista de refrendar el nuevo texto en Las Cortes y de ciertas concesiones políticas (como la retirada de Maragall).

Lo que llegó al Parlamento español era, por tanto, un acuerdo político cuyas líneas esenciales no podían ser modificadas. Lo cual podía tener lógica política, pero su legitimidad quedaba condicionada al ulterior control de constitucionalidad: para evitar que necesidades políticas coyunturales llevaran a avalar algo que abriera paso al desbordamiento. Una vez suprimido el recurso previo de inconstitucionalidad, en los ochenta, la posibilidad de recurso a posteriori de ciertas normas es una garantía, no una amenaza. Especialmente cuando, como en este caso, su buscada imprecisión permite aplicaciones que desborden el marco que todos deben respetar.

Aunque el respaldo al Estatut en el referéndum hubiera sido mayor (fue del 35% del censo) no había manera de evitar el pronunciamiento del tribunal. Los que presionan para que no se pronuncie, oponiendo el principio democrático (votación parlamentaria y referéndum) al de legalidad, plantean, frente a un problema político difícil, uno irresoluble. Porque, ¿cuál sería el paso siguiente a cualquiera de esos referendos en contra de la sentencia del Constitucional? ¿La declaración unilateral de independencia?

El historiador catalán Enric Ucelay-Da Cal ironizaba no hace mucho, a propósito de acontecimientos históricos mucho más graves que los actuales, sobre lo que consideraba una "combinación característica, y muy catalana, de gesto dramático en el proscenio y prudencia entre bastidores". Afortunadamente, habría que añadir: esa prudencia de fondo que impide llevar a la realidad las bravatas ha librado a los catalanes de meterse en callejones como los que tanto han agobiado a los vascos. Sería lamentable que ahora que una parte de los hijos de Sabino Arana parecen querer salir del laberinto soberanista en que los metió Ibarretxe, sus excesos retóricos llevaran al catalanismo a tomar el relevo.

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