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Columna
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¿Quién piensa en las jóvenes?

Fernando Vallespín

El debate sobre el velo islámico se ha asentado con profundidad en nuestro país a raíz del caso de la joven de Pozuelo, Najwa Malha. Y lo ha hecho manifestando con claridad el predominio de una actitud contraria al mismo, al menos en lo que concierne a su uso en la escuela o institutos. Así se puede apreciar en las encuestas espontáneas aparecidas en algunas páginas web de medios de comunicación o por el tenor de las muchas discusiones públicas habidas. En ellas se percibe con claridad algunas reacciones que no dejan de ser sorprendentes.

Una primera es que un importante sector de la derecha mediática ha aprovechado el caso para llamar a rebato contra la "tolerancia multicultural" en nombre de nuestros valores constitucionales, esos grandes principios que está destinada a defender esa asignatura tan vilipendiada por todos ellos, "Educación para la ciudadanía". Los valores fundamentales que dicha asignatura debe impartir se utilizan ahora como munición para la exclusión del hiyab. Hay que dar la bienvenida a esta conversión tardía en la necesidad de que dichos valores prendan de forma más eficaz en la sociedad.

Si deseamos la integración de minorías islámicas, hemos de abrirnos a un entendimiento mutuo

Otra cosa es ya que en su nombre se comience una verdadera cruzada contra la posibilidad de aceptar prácticas, como esta del velo, que están lejos de ser claras desde una sensata aplicación de los mismos. Si la asignatura antes mencionada tiene algún sentido es, precisamente, porque no siempre se objetivan nuestros valores y principios en negro sobre blanco. Su aplicación depende de una multiplicidad de factores que hacen que surjan continuamente "casos difíciles", como éste del hiyab, y es importante que así se traslade a la discusión pública.

La principal dificultad de este caso deriva de la necesidad de compatibilizar valores que no se dejan reconciliar fácilmente. Por un lado los identitarios/religiosos de las minorías islámicas, y por otro, los seculares del Estado de derecho liberal, entre los cuales está, no lo olvidemos, el principio de tolerancia. Una gran parte del debate se ha centrado en esta dimensión del problema, pero en el camino hemos perdido de vista dos dimensiones que me parece adecuado resaltar.

La primera es de orden pragmático, y se concreta en la necesidad de atender a las consecuencias de diverso tipo derivadas de una aplicación estricta de los valores de nuestra cultura pública. En este caso, una prohibición del velo en las escuelas u otros lugares públicos puede tener el efecto no deseado de reforzar la diferencia de grupos con los que inevitablemente vamos a tener que convivir. Si lo que deseamos es una integración no problemática de minorías islámicas o de otras culturas, hemos de abrirnos a un mayor entendimiento mutuo mediante la tolerancia de toda seña de identidad que no ponga en cuestión el fundamento de nuestros principios básicos.

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La segunda dimensión apunta más bien a una forma diferente de contemplar las decisiones moralmente relevantes en este caso. Entre tanta polvareda de principios de unos y otros, suele perderse de vista a la parte más débil, a las niñas o jóvenes concretas, con nombres y apellidos, que se ven zarandeadas entre dos fuerzas contradictorias. De un lado, por la imposición del velo por parte de la familia; de otro, por la cultura pública del Estado liberal-democrático, que tiende a verlo, como ocurre ahora mayoritariamente en España, como una vulneración del principio de aconfesionalidad del Estado, cuando no como la negación de la igualdad de la mujer. Unos les ponen el velo y otros se lo quitan. Pero son ellas, no el mullah, el grupo cultural o religioso, o la familia quienes se ven expuestas en su vida cotidiana a las tensiones derivadas del enfrentamiento entre cosmovisiones distintas. Sobre ellas se libra la batalla cultural en la afirmación de unos u otros principios, unas u otras formas de vida. Y ellas son las que lo sufren en carne propia. Éste es un dato que "nosotros", los más fuertes en esta situación, no podemos olvidar.

Por seguir la sugerencia de Carol Gilligan, psicóloga experta en el desarrollo de la conciencia moral, hay muchas situaciones en las que hemos de prestar atención a consideraciones de "ética del cuidado". Por tal entiende una actitud ética preocupada por las consecuencias sobre personas concretas de nuestras normas generales, por poner el acento sobre la satisfacción de las necesidades del otro y la diversidad que siempre anida en toda sociedad. En suma, por evitar que las normas abstractas de nuestros códigos éticos puedan acabar dañando a quienes no encajan en las supuestas normas dominantes.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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