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Columna
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Radicalización

Enrique Gil Calvo

Conforme se acercan las elecciones más evidente resulta que el PP vuelve a radicalizarse. La cabra siempre tira al monte, y al monte de la crispación se ha vuelto a echar nuestro Tea Party nacional aprovechando cualquier pretexto por peregrino que sea para radicalizarse subiendo nuevos peldaños en su escalada de la tensión. La última excusa de momento es la presunta parcialidad de la televisión estatal, como si las autonómicas que controlan en Madrid o Valencia fueran un dechado de independencia. Pero eso no pasa de ser un simple escarceo sin importancia al lado de la batalla de opinión que el PP viene escenificando contra la política antiterrorista del Gobierno socialista.

Se trata de una campaña en toda regla con cuatro líneas de ataque a cual más indigna. Ante todo, la nueva conspiranoia inventada por Mayor Oreja, sobre la falsilla de aquella del 11-M, sobre una inverosímil negociación entre Gobierno y ETA. Después, el eterno culebrón del caso Faisán, otra increíble colaboración con el terrorismo de la que se culpa al ministro del Interior. Más tarde, la excarcelación y fuga del etarra Troitiño a causa de un error judicial, pero de la que también se culpa a Rubalcaba. Y, por fin, las listas de Bildu, de cuya posible legalización se culpa de nuevo al ministro del Interior sin ninguna razón. ¿A santo de qué vienen tan desaforadas falsificaciones?

El ruido de la bronca salva al PP de la confrontación derecha-izquierda sobre el ascenso de la desigualdad

Las razones que suelen darse para explicar la radicalización del PP son dos. La primera, de tipo negativo, es el intento de destruir la reputación del candidato socialista con mayores posibilidades electorales (Alfredo Pérez Rubalcaba), a fin de sembrar la desconfianza entre sus votantes potenciales: calumnia que algo queda. Y la segunda, de tipo positivo, es elevar el nivel de la tensión política a fin de mantener y reforzar la fidelidad al PP de sus bases electorales, evitando el riesgo de abstención. Pero esta estrategia encierra un riesgo potencial, que es el de despertar el voto dormido del PSOE y el voto del miedo al PP si la tensión sobrepasa determinado umbral. Es lo que ya ocurrió en 2008 y puede volver a pasar ahora en mayo, tal como empiezan a insinuar ciertas encuestas (como la última de Zárraga para el Publiscopio) según el ejemplo portugués del primer ministro Sócrates.

De ahí que para evitar esos posibles efectos contraproducentes el PP se vea obligado a modular su estrategia de la tensión, compensándola con otros mensajes más centrados a fin de alcanzar cierto equilibrio entre radicalismo y moderación. Es la división del trabajo opositor adoptada como estrategia por Rajoy, que se reserva para sí mismo el papel de policía bueno dejando que la banda de los cuatro (Aznar, Oreja, Trillo y Cospedal) haga de policía malo. Es verdad que la debilidad de Rajoy hace que su buenismo siempre quede tapado por la ferocidad de sus bad boys. Pero eso no importa demasiado en unas elecciones locales donde no está en juego el poder central, aunque está por ver si en las generales lograrán hacer callar a la banda de Aznar.

Pero además de estas razones electorales, existen otras dos razones políticas que explican todavía mejor el recurso al radicalismo del PP. La primera es que el ruido de la bronca permite tapar, acallar e ignorar los temas de confrontación entre la derecha y la izquierda que deberían ser el centro de la campaña electoral: me refiero a las políticas públicas de protección de los derechos sociales (salud, educación, servicios sociales, etc) que son ante todo prestadas por los gobiernos municipales y autonómicos. Si en lugar de vociferar sobre troitiños y faisanes se debatiese sobre colegios y hospitales, los ciudadanos descubrirían el rampante ascenso de la desigualdad y la privatización allí donde gobierna el PP. Y, por lo tanto, votarían en consecuencia.

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Pero aún hay otra razón de tipo retórico, y es que el radicalismo del PP adopta la forma de un doble vínculo (double bind): una demanda imposible de atender porque se acepte o se rechace el demandante siempre gana. Francesc de Carreras lo denunciaba el viernes en La Vanguardia respecto al pacto fiscal que reclaman los soberanistas: si cedes, pierdes; y si no cedes, te declaran traidor a la patria. Pues bien, el PP hace lo mismo al plantear exigencias inasumibles pero plausibles, como la condena del independentismo o el cumplimiento íntegro de las penas. Si no cedes, te denuncian por traidor; y si cedes, te sometes a su poder y el PP demuestra quién manda. Así ocurre en la lucha contra ETA, pues cuando por fin acabe, el PP presumirá de que el mérito ha sido suyo, gracias a su presión sobre un Gobierno que estaba dispuesto a rendirse. Y lo mismo podrá decir de la lucha contra la crisis, pues los ajustes de Zapatero no se explicarían sin las exigencias del PP. Todo para demostrar quién es el puto amo de España.

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