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Reacciones a la entrevista con el líder del PP
Columna
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Rajoy sin compromisos

"No tengo compromisos con nadie. Puedo decidir sin que nadie me diga: es que usted me debe algo". Son palabras del presidente del PP, Mariano Rajoy, en la entrevista con el director de EL PAÍS, Javier Moreno, aparecida el domingo pasado. La afirmación es muy atractiva porque nos pone ante un aspirante que exhibe esa carencia de compromisos y de deudas, como garantía de una libertad de decisión incondicional e incondicionada, como la posesión de un activo de máximo relieve, de esos que marcan un perfil diferenciado. Hasta ahora, Rajoy parecía sentirse eximido de hacer propuestas o de presentar programas. Desertaba de ese esfuerzo por dibujar soluciones y prefería, sin más, ofrecerse él mismo como la solución. Se ponía así en línea con la senda mesiánica de "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Juan 14, 6-9) en la que también se instaló Ánsar antes de su primera victoria electoral de 1996.

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En todo caso, una primera conclusión gramatical y política, tras la lectura de las cinco páginas de la entrevista, es la perceptible hinchazón del "yo", de la primera persona del singular. Un fenómeno que se impone sobre las consideraciones que hubieran permitido optar por referencias a cualquier colectivo, como pudiera ser su propio equipo en la dirección del partido, los programas acordados o las ideas compartidas. Yo no soy, viene a decirnos Rajoy, como los demás líderes que llegan hipotecados a la línea de salida, sin margen para proceder con autonomía, encadenados a otros poderes en prenda a favores recibidos, que luego deben aplicarse a compensar una vez alcanzada la presidencia del Gobierno. Claro que una afirmación de ese tenor solo puede expresar una tendencia de la conducta. Porque en términos tan generales, tan absolutos, como aparece enunciada, resulta insostenible. Sin compromisos con nadie, sin haber contraído deuda alguna, sería imposible que alguien, fuera quien fuese, llegara a la presidencia del Gobierno, al liderazgo de un partido político, al obispado de Cuenca o a conseguir un estanco.

Además de que sobre el compromiso y la deuda en parte alguna está escrito que necesariamente deban ser considerados siempre desde una óptica negativa. Más aún cuando estamos advertidos de la mano de Jacques Maritain de que el hombre se distingue por la calidad de sus vínculos y del irrenunciable carácter social de su naturaleza.

Desde luego, a Mariano Rajoy hay que reconocerle entre sus méritos que no se dejó arrastrar por la vociferante muchachada que actuó con tanto denuedo a partir de la noche de la derrota electoral de 2008. Dicen en su entorno que de Rajoy cabría esperar o temerse muy interesantes transformaciones si leyera con aprovechamiento el libro que con el título de Liberales acaba de publicar en Debate uno de sus consejeros áulicos, José María Lasalle. A través de sus páginas podría regresar del liberalismo del beneficio al de la virtud. También al respeto a la primacía de la ley sobre el despotismo de los empresarios. Plantearse la posibilidad del control estatal para salvaguardar la eficiencia de los mercados y descartar que los criterios de eficiencia económica sean los únicos criterios de justicia.

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El caso es que después de la remodelación del Gobierno, que ha llevado a cabo el presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, ahora, le correspondía mover ficha a su antagonista, el presidente del PP, Mariano Rajoy. Lo ha hecho contradiciendo a su preceptor y demóscopo de cabecera, el sin par Pedro Arriola, quien hubiera preferido que se mantuviera en silencio, envuelto en el humo del habano, protegido por la ceguera profesional del registrador de la propiedad, yacente en la chaise longue, como ha terminado por dibujarlo Peridis. Aducía Arriola a favor de su receta de impasibilidad el glorioso acompañamiento de las encuestas, la crecida de la expectativa de voto, que le augura ventaja en las urnas ya en la raya de la mayoría absoluta. Pero la reducción del discurso marianista a una sola frase -la de ¡váyase señor Zapatero!- y la decisión de ZP de renunciar a una tercera candidatura, empezaba a desestabilizar a Mariano, hasta el punto de que en Génova sonaron voces para su relevo como cabeza del cartel electoral popular.

Hasta ahora a Rajoy le sucedía, como aquel personaje de Joseph Roth, que era presa de una felicidad sosegada y se diría que nunca podría escapar de ese limbo en el que se dedicaba a los placeres en lugar de disfrutarlos, tenía alegrías en lugar de alegrarse y culpaba a la mala suerte en vez de ser desgraciado. Era una vida fácil, pero se averiguaba improrrogable para disputar el final de la competición.

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