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Elecciones municipales y autonómicas
Columna
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Rajoy, obligado

Como hacen los oyentes a los que se da paso en la radio, nos gustaría antes que nada darle a Mariano Rajoy la enhorabuena por su programa. Pero, a la espera de que lo formule, nos limitamos a felicitarle por los resultados obtenidos en las urnas, muestra irrebatible del favor con que el público ha decidido distinguirle. El caso es que sin llegar a presentar una sola propuesta de futuro, ni a enunciar pronunciamiento alguno que desautorizara los dislates, las corrupciones, los despilfarros, los endeudamientos o los aeropuertos sin aviones, usted ha conseguido mantener la mirada clara y lejos y la frente levantada. Y así, viendo pasar el tiempo, la pulverización de la credibilidad de Zapatero, le ha deparado, por primera vez, una victoria que rebasa todos los cálculos, le concede autoridad indiscutida en sus propias filas y le obliga de manera muy distinta ante todos los españoles. Ahora, según prometió anoche desde el balcón supletorio de Génova, toca ponerse a trabajar.

Porque todo se acelera. Usted aparece revestido de nueva autoridad. Debería hacerse respetar, poner orden en sus filas, marcar las exigencias que a todos obligan y averiguar cómo se pagan las facturas y se colman los déficits embalsados por Ayuntamientos y comunidades, en los que ya estaban o a los que ahora llegan. En suma, se trata de que deje de descalificar al adversario y empiece sin tregua a dar trigo. Su éxito estratégico ha consistido en llevar a su contrincante, el presidente del Gobierno socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, por el camino de la amargura, por la vía dolorosa de la campaña, con la cruz a cuestas de los cinco millones de parados. Usted le ha erigido en artífice único del desempleo que nos azota. Ha sabido olvidarse de los otros dos elementos de la tríada tan exitosa en los viejos buenos tiempos, el despilfarro y la corrupción. Ha optado por olvidarlos para evitar susceptibilidades y que nadie del propio equipo se diera por aludido. Ha sabido crear la expectativa del triunfo y de esa forma el viento del éxito le ha ahorrado ser cuestionado en esos incómodos terrenos, donde su partido también ofrecía comportamientos nada ejemplarizantes.

En una de sus noches más tristes, deberá reconocerse a José Luis Rodríguez Zapatero que invocara su condición de secretario general del PSOE para bajar al pretorio de la sede del PSOE en la calle de Ferraz, dar cuenta del desastre sin paliativos y felicitar a los ganadores, en particular a los candidatos del PP. Pero, si hubiera querido apurar el cáliz de la elegancia política, podría haber enmendado el proverbio de la multiplicidad de padres que pugnan por atribuirse la victoria y de la orfandad en que se suele dejar a la derrota. Bastaba con que hubiera reclamado para sí mismo la primera y principal responsabilidad del desastre cosechado, en cuyos orígenes figuran tantos caprichos contraproducentes. En Ferraz, el fracaso debería abrir una ventana a la lucidez y calmar de golpe la absurda impaciencia de algunos por heredar la derrota.

De cualquier manera, los resultados arrasadores de las elecciones municipales y autonómicas del domingo nos devuelven al paralelismo que, a veces, se ha establecido entre las temporadas política y taurina. Lo estamos viendo estos días en la Feria de San Isidro, que se celebra en la madrileña plaza de Las Ventas. Los aficionados se resentían de la ausencia de figuras y se diría que estaban concordes en la necesidad de recuperar algunas difuminadas por incomparecencia o de encumbrar otras nuevas. Para destronar a los favoritos caídos en desgracia todo son exigencias implacables. Nada se les perdona. Pero cuando sobre alguno de los toreros se posa la aureola del deseado es como si se desencadenara una incontenible armonía preestablecida, que hiciera entrar en resonancia a los tendidos. Son los momentos en que el público quiere a toda costa encumbrar a algún diestro, hacerle triunfar, sacarle por la puerta grande. Es también la forma que tienen los espectadores de premiarse a sí mismos, de sentirse triunfadores.

Salgamos cuanto antes del aturdimiento. Ni el pasado que gestionaban los socialistas ha sido la oscuridad absoluta, ni la victoria con la que se han alzado los populares garantiza para la administración del futuro la felicidad de un cielo azul perenne. Se impone un reconocimiento del terreno con la esperanza de que el mañana imaginado difiera de la proyección de algunos ayeres conocidos. Porque el PP habitaba entre nosotros, gobernaba en ayuntamientos y Comunidades y había probado en ocasiones ser "humano, demasiado humano". Necesitamos una versión mejorada.

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