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Columna
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Realismo como coartada

José María Ridao

2008 fue un buen año en el control de la inmigración clandestina, según las estimaciones del Gobierno. De acuerdo con las cifras facilitadas por el Ministerio del Interior, la entrada ilegal de extranjeros por medio de embarcaciones se redujo en un 25,6 % con respecto a 2007, situando la llegada de pateras en los niveles de cinco años atrás. Este significativo descenso provocó, siempre de acuerdo con las cifras oficiales, una reducción paralela en el número de deportaciones, 46.426 en 2008, un 17% menos que durante 2007. Para el Ministerio del Interior, la razón por la que han caído las deportaciones es el "descenso de la llegada de inmigrantes ilegales a España". Y el Ministerio de Trabajo, por su parte, prevé que las cifras sigan disminuyendo en los próximos meses como consecuencia de la contracción del mercado laboral.

El Estado de derecho no consiste en que los Gobiernos apliquen de manera benevolente normas inicuas

Si esto es, en efecto, así, entonces hay algo que no encaja. En concreto, ¿a qué motivos responde que el Gobierno haya decidido ahora, precisamente ahora, cuando el control de la inmigración clandestina está dando resultados, endurecer la Ley de Extranjería, ampliando los plazos de retención y sumando requisitos a la reunificación familiar? No, desde luego, a los principios, ésos que tanto suelen invocarse sin que nunca se llegue a saber del todo en qué consisten. No, tampoco, a mejorar los instrumentos existentes, ésos que han permitido corregir, hasta invertirla, la situación de 2006. La razón podría ser más sencilla y, por eso mismo, más descorazonadora: el Gobierno ha decidido combatir la irresponsabilidad electoralista de la oposición en materia de inmigración compitiendo en su mismo terreno. Un terreno que, en contra de lo que se dice, no es el de la dureza, sino el de ampliar la zona gris que está minando al Estado de derecho a la hora de tratar con la presencia de extranjeros que trabajan ilegalmente.

La prueba de que es eso, eso y no otra cosa, lo que mueve al Gobierno reside en la estrategia con la que ha tratado de envolver desde hace meses este giro que borra las diferencias entre izquierda y derecha, incluso extrema derecha, en la política de inmigración. Como primer paso, el Gobierno intentó disimular sus propósitos tras la Directiva del Retorno, forzando al grupo socialista español en el Parlamento de Estrasburgo a romper la disciplina de voto de los socialistas europeos, que no la apoyaron. Ahora se dice que, tal y como se aseguró en su momento, el Gobierno no la ha trasladado en toda su extensión al ordenamiento español, dando a entender que cumple su palabra. Pero es que no se trata de una cuestión de palabra: el Estado de derecho no consiste en que los Gobiernos apliquen de manera benevolente normas inicuas, sino que exige que no las promuevan ni maniobren para lograr su aprobación, como hizo el español en Estrasburgo. Porque lo contrario sólo significaría que los derechos que corresponden a cada persona dependen de la buena voluntad de los Gobiernos y no del imperio de la ley.

El segundo paso ha llegado con el anuncio de la reforma de la Ley de Extranjería. En un nuevo ejercicio de disimulo que ofende por cuanto revela la consideración que le merecen al Gobierno los principios que tanto invoca, ha envuelto el aumento del plazo de retención y las nuevas exigencias para obtener la reagrupación familiar en declaraciones solemnes garantizando ciertos derechos a los inmigrantes, como los de sindicación, reunión, manifestación, educación y otros. Con o sin esas declaraciones solemnes, los inmigrantes ya disponían de ellos porque así lo establece la Constitución y así lo ha dejado dicho el Tribunal Constitucional. Al incorporar esta doctrina al proyecto de reforma de la Ley de Extranjería, el Gobierno no ha aumentado un ápice los derechos de los inmigrantes, entre otras razones porque no está en su mano hacer eso ni lo contrario. Lo que sí ha hecho, y de ahí la ofensa, es construir un señuelo para confundir a los ciudadanos haciéndoles creer que los inmigrantes dispondrán de más derechos con la nueva Ley de Extranjería cuando, en realidad, lo que hace es apretarles el dogal, amparándose en la Directiva del Retorno.

No es extraño que se haya vuelto a hablar de "realismo" para enjuiciar la reforma de la Ley de Extranjería. El "realismo", ese "realismo", es siempre la coartada de quienes se disponen a vulnerar los principios por motivos que no desean confesar. Quizá el Gobierno consiga neutralizar la irresponsabilidad electoralista de la oposición, que es lo que busca. Sólo que al precio de ampliar la zona gris que está minando al Estado de derecho.

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