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Columna
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Salvar a Guillermo Fariñas

José María Ridao

La muerte de Orlando Zapata en Cuba ha dado lugar, en España, a una insólita polémica. Insólita porque ha permitido corroborar que la revolución castrista sigue contando con fieles dispuestos a sostener un mito que hace mucho yace por tierra. Pero insólita, además, porque ha exigido por momentos argumentar con el mismo ardor que en su día reclamaron las revelaciones sobre los campos soviéticos o los primeros síntomas del poder autoritario en Cuba. El caso Zapata se ha discutido como si, de pronto, hubiera resucitado el caso Padilla.

Existe, sin embargo, un matiz que hace innecesarios los tintes épicos con los que se ha revestido la actual polémica, produciendo, al mismo tiempo que indignación por la muerte de un preso, la misma vergüenza ajena que se siente al contemplar un concurso de imitadores de Elvis: quienes hoy señalan con toda razón la iniquidad de la dictadura cubana no están defendiendo la heroica posición de una minoría, sino, por fortuna, la de la mayoría, y por tanto sus declaraciones sobre la muerte de Zapata no están sacando al mundo de las tinieblas, sino recriminando las suyas a unos pocos que se empeñan en no ver pese a la claridad. Desde luego, no se trata de callar porque sean pocos, pero tampoco de convertirlos en portavoces de un sentimiento general para, de este modo, engrandecer la propia posición hasta presentarla como proeza moral. La proeza moral la realizaron en su día quienes no se enfrentaron a la opinión de unos pocos, sino a la de los más, y recibieron por ello el estigma, no el aplauso.

No se puede contemplar pasivamente cómo se deja morir a quien se levanta contra la tiranía

Los argumentos de los defensores del régimen cubano tras la muerte de Zapata han repetido los de Raúl Castro durante la visita a la isla de Lula da Silva, cuya comprensión hacia los carceleros ha colocado un injustificable borrón en la frontera que separa a la izquierda institucional de la populista en América Latina. En resumidas cuentas, se trataría de insistir en que Zapata era un preso común para desvelar los turbios intereses que hay detrás de la protesta internacional, empeñada en decir que era político. Ni Castro ni los defensores del régimen cubano que han adoptado estos argumentos parecen haber reparado en el monstruoso equívoco que están alimentando: contra los presos comunes, parecen decir, todo vale. Por otra parte, tanta insistencia en que Zapata era un preso común, ¿no revela, en sentido contrario, la existencia de presos políticos, sobre los que el régimen cubano da la penosa impresión de estar ofreciendo garantías implícitas de un trato correcto?

Desde la derecha, como suele ser costumbre, se han utilizado unas declaraciones minoritarias en defensa del régimen cubano para seguir dando forma a la caricatura maniquea de la izquierda que desea tener como adversario, siempre dispuesta a afiliarse en las causas más indefendibles. Es verdad que, en esta ocasión, el Gobierno le ha vuelto a poner fácil la confusión entre una parte de la izquierda y el todo, con la primera y críptica reacción del presidente contra la muerte de Zapata en Ginebra y, después, con la perseverancia en la estrategia del llamado "diálogo exigente" con Cuba, una expresión que, como las de la mejor escolástica, crea un sonoro concepto que no se corresponde con ninguna realidad. Pero convendría no confundir: si el Gobierno se equivocó primero y rectificó después no es porque sea un defensor vergonzante de la dictadura castrista, sino porque su política exterior no es diferente de la mayor parte de las demás.

Mientras en España se siguen librando en torno a Cuba viejas batallas morales que se decidieron hace ya tiempo, y que sentenciaron contra los carceleros de Zapata, no parece quedar tiempo ni ganas para prestar atención a la que se está desarrollando ante nuestros ojos: tras la muerte de Zapata, el opositor Guillermo Fariñas podría correr la misma suerte. Si hay algún urgente conflicto moral que resolver es éste, en el que no se puede negar el respaldo a quien se levanta contra una tiranía pero tampoco contemplar pasivamente cómo se deja morir. Como todo conflicto moral, lo que se pone en juego son las convicciones últimas. Habrá quien considere que la democracia en Cuba es una causa superior a la vida de Fariñas, y por tanto resolverá el conflicto por la vía de interpretarlo como un loable martirio. Pero habrá también quien sostenga que nada hay por encima de la vida, y exigirá que se salve la vida de Fariñas y, también, que se reclame libertad para Cuba. Obligados a tomar partido, este último es el único del que nunca habrá que avergonzarse.

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