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Columna
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Señuelo para la Iglesia

José María Ridao

La reforma de la Ley de Libertad Religiosa se ha convertido en el centro de la discusión sobre las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado, reabierta con llamativa e inaceptable torpeza por el papa Ratzinger con ocasión de su última visita a España.

No se entiende el motivo por el que la norma de 1980, un escueto texto de nueve artículos, tiene que ser revisado, ni en estos momentos, como pensaba hasta hace poco el Gobierno, ni en un plazo de tiempo más largo, cuando supuestamente se haya ampliado el consenso para hacerlo.

En el articulado de la ley no existe una sola mención al catolicismo ni a ninguna otra religión, y el Estado no se compromete a otra cosa que a firmar acuerdos con los representantes de los credos que tengan arraigo en España. No dice nada del tenor de esos pactos que, por descontado, tendrán que ajustarse a lo establecido por la Constitución y las normas que la desarrollan.

Solo la falta de coraje político explica que se mantenga el crucifijo en las tomas de posesión
Respetar los acuerdos de 1979 y reformar la ley de 1980 es conceder una nueva victoria a la Iglesia

En el caso del catolicismo, esos acuerdos con el Estado existen y son anteriores en un año a la Ley de Libertad Religiosa. Y no solo existen, sino que es en ellos donde se encuentran recogidos todos y cada uno de los privilegios de los que goza la Iglesia en España, hasta el punto de que la Constitución parece no regir para ella.

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Es en los acuerdos de 1979, y no en la ley de 1980, donde el Estado se compromete expresamente a reconocer como días festivos todos los domingos y algunas fiestas católicas, a conceder efectos civiles a los matrimonios celebrados según las normas del derecho canónico, a respetar los valores de la ética cristiana en los centros públicos de educación, a aceptar como profesores de religión a aquellos que propone el "Ordinario diocesano", a equiparar sus sueldos con los de los docentes del Estado, a asumir como propios los programas de la asignatura de religión y los materiales didácticos que señale la jerarquía eclesiástica, a "velar para que sean respetados en sus medios de comunicación social los sentimientos de los católicos", a integrar un vicario castrense en las fuerzas armadas.

En el capítulo económico, los Acuerdos de 1979 establecieron, además, el sistema de financiación a través de la famosa marca en la declaración de la renta, pero dejaban claro que, tras un periodo transitorio, la Iglesia tendría que autofinanciarse. Este es el único aspecto que el Gobierno ha reformado, aceptando transferir a la Iglesia un 7% de la recaudación del IRPF.

El repertorio de estos privilegios no quedaría completo si, junto a los establecidos por los Acuerdos, no se toman en cuenta las situaciones de hecho sin otro fundamento que la tradición.

Así, no son las normas legales sino las tradiciones las que hacen que las tomas de posesión de los cargos civiles estén presididas por una cruz y una Biblia, o las que mantienen los crucifijos en las aulas de los colegios públicos. Ante esta ausencia de fundamento legal, bastaría una llamada de teléfono de los interesados para que los servicios de protocolo de cualquier institución civil en la que se celebre una toma de posesión no coloque ni cruces ni Biblias.

Si, que se sepa, ningún alto cargo o cargo electo del Estado lo ha hecho hasta el momento es sencillamente por falta de coraje político: se han conformado con prometer en vez de jurar, obviando el hecho de que, con esta opción, la presencia de símbolos católicos resulta innecesaria.

Y en cuanto a la presencia de crucifijos en las aulas de las escuelas públicas, el hecho de que haya sentencias judiciales que han obligado a retirarlos demuestra que no es necesaria la reforma de la ley de 1980 para hacerlo: con las normas que existen es bastante. Otra cosa es que deban ser los ciudadanos, y no la Fiscalía, quien tenga que iniciar los pleitos. Y, una vez más, si esta no actúa es porque falta coraje político.

Ante este panorama, cabe preguntarse si la estrategia seguida por el Gobierno en materia de relaciones entre la Iglesia católica y el Estado es acertada o, por el contrario, obedece más al deseo de transmitir la impresión de que avanza en el laicismo evitando, por otra parte, entrar en una confrontación.

Respetar los Acuerdos de 1979 y reformar la ley de 1980, como propone el Gobierno, es tanto como conceder una nueva victoria a la Iglesia católica que, sin duda, haría mucho, muchísimo ruido en la discusión de la nueva norma. Pero solo como señuelo para alejar las miradas de los Acuerdos, que es donde se fijan sus inaceptables privilegios.

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