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Columna
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Suicidios

Para caracterizar el giro de 180º que imprimió en mayo el Gobierno a su fracasada gestión de la crisis, en esta columna recurrí a la metáfora del suicidio político. Pues bien, con su decisión de escenificar una huelga general (HG) la semana que viene, los sindicatos mayoritarios se disponen a protagonizar otro suicidio político, completando así la autodestrucción histórica de la izquierda española actual. Y ello de acuerdo con el conocido esquema de la teoría de juegos que se conoce como el dilema de los prisioneros. Pues ambos jugadores, el Gobierno socialista y los sindicatos de clase, están embarcados en la misma nave, y cuando esta se hunde, en lugar de cooperar, han optado por salvarse cada uno a costa de que sea el otro quien pague el precio del naufragio, condenando a ambos a la derrota mutua asegurada.

Aunque la huelga general sea un éxito, no torcerá la voluntad del Gobierno y perderá poder

En seguida argumentaré mi caracterización de la próxima HG como un suicidio político. Pero antes quiero aclarar que se trata de dos suicidios políticos muy distintos entre sí. El giro de Zapatero significaba un suicidio porque su decisión de invertir el sentido político de la acción del Gobierno, pasando del estímulo fiscal al ajuste duro, suponía una traición a sus principios ideológicos, fundados en la defensa de los derechos sociales, que hasta entonces habían legitimado su gestión de la crisis. Mientras que la lógica reacción de respuesta de los sindicatos, lejos de suponer una traición a sus principios, significa, por el contrario, una decisión numantina de mantenerlos a ultranza, en defensa inflexible de la justicia social a cualquier coste.

Pero ambos suicidios también resultan incomparables en otro sentido. En efecto, el del presidente del Gobierno puede ser narrado como un sacrificio redentor, es decir, como una pasión útil: si se inmola ante el calvario de la opinión pública, entregándonos su cabeza para que se la decapitemos (primero con una HG y después con su inapelable derrota electoral), solo es por el bien común, en defensa del interés general. Mientras que el suicidio político de los sindicatos, por mucho que represente una generosa muestra de lealtad a sus bases y de fidelidad a sus principios, no deja de ser una pasión inútil, un sacrificio superfluo (pues resulta evidente que, aunque la HG triunfase, ni este Parlamento, ni mucho menos el próximo, van a rehacer la ley de reforma laboral). Una "gran putada", que no satisface ningún interés y que no favorece ni beneficia a nadie. Ni siquiera a las propias cúpulas sindicales, que aunque ganen su batalla contra el Gobierno, su victoria será pírrica, pues van a perder por mucho tiempo la lucha de clases.

Pero paso ya a argumentar mi calificación suicida de la HG, basándome en tres puntos. Mi primer razonamiento es que la HG puede saldarse con un fracaso cuanto menos parcial. No hay clima de movilización colectiva, dado el síndrome de desclasamiento y alienación general. Los sufridores de esta crisis, que son los inmigrantes y los jóvenes, no son movilizables por estos sindicatos. Y además, las primarias de Aguirre contra los liberados han desacreditado a los representantes sindicales, convirtiéndolos en sospechosos habituales.

En estas circunstancias, la única forma de lograr que la HG triunfase (y este es mi segundo argumento) sería recurriendo a la violencia de los piquetes contra el transporte público y los medios informativos. Una violencia contra terceros que ya no puede seguir admitiéndose (solo está justificada en caso de necesidad, y la HG no lo es), pues atenta contra los derechos ajenos. En esta materia, ya va siendo hora de terminar con la práctica de la impunidad sindical, incompatible con el principio de legalidad. Por eso hace falta cuanto antes elaborar, por fin, una nueva ley de huelga plenamente constitucional. Eso, o lo que pide Aguirre: exigir a los sindicatos ante los tribunales sus responsabilidades civiles para que resarzan los daños causados.

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Pero supongamos que, de un modo u otro, la HG triunfase (como certificarán los medios al día siguiente). Pues bien, mi tercer argumento es que incluso entonces significaría un suicidio político. Contra la experiencia histórica, esta vez una HG victoriosa ya no logrará torcer la voluntad del Gobierno. Y no porque Zapatero no quisiera ceder, sino porque no podría hacerlo en ningún caso, imposibilitado como está por los Mercados y el Directorio europeo. Así, aunque los sindicatos le ganen el pulso al Gobierno, esta vez no pasará nada el día después. Y eso sentará un precedente para las futuras HG. Con lo cual los sindicatos habrán malgastado e inutilizado quizá para siempre lo que pasaba por ser su arma definitiva: la bomba atómica sindical. Pues al resultar irrelevante, la HG quedará reducida a una queja retórica: un simple tigre de papel, que ya no podrá infundir respeto a nadie.

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